Comparto con ustedes un cuento de mi amigo Rodolfo Badel. Espero que les guste.
Es un homenaje a una gran amistad y habla de temas interesantes de los cuales podrían decirnos lo que piensan: la pérdida temprana de la madre de Isabel y cómo el padre se ocupa de su hija, procurando enseñarle muchas cosas; la relación entre las pruebas de inteligencia y el desempeño en la vida, las altas capacidades intelectuales, las diferencias de intereses, la escogencia de carrera y especialización, cómo es la visión que tienen Isabel y Sofía, la una de la otra...
ASUNTOS PENDIENTES
A mi esposa Luz Amanda (Luza)
Una voz me dijo: “Ahora comprendes la teoría de la relatividad. Todo ocurre en el mismo momento, en momentos distintos”. Entonces supe que no hay razón para no perdonar.
Robert Schwartz – EL PLAN DE TU ALMA
I
Ambas se ofrecieron a trabajar en “el campo de batalla”, como llamaban en la clínica a la atención de pacientes de Covid 19. Isabel Parra Oviedo, 28 años, neuróloga, y Sofía Yepes Murcia, 30 años, internista y especialista en Medicina Crítica y Cuidado Intensivo. Las dos gozaban de respeto, admiración y reconocimiento en la comunidad médica. Habían estudiado juntas desde niñas en una conocida institución educativa; allí mismo estudiaron la secundaria y después ingresaron a una prestigiosa universidad para estudiar Medicina. Hicieron internado en la misma clínica y luego se separaron por primera vez para hacer el año rural, finalizado el cual Sofía hizo lo posible por convencer a Isabel de que se especializaran en Medicina Interna, aunque después escogieran caminos distintos. La Medicina Interna –decía Sofía– les proporcionaría una base sólida para avanzar en la especialidad que escogieran. Isabel sabía que su amiga estaba bien enfocada, pero decidió ir directamente a Neurología. Sofía siguió con su plan, y, después de graduarse como internista, pasó a estudiar Medicina Crítica y Cuidado Intensivo. De todas maneras, seguían muy unidas.
Isabel era delgada, de estatura mediana, tez clara y cabello largo. Tenía un rostro agradable, más interesante que bello. Sofía era trigueña, bella, un poco más baja que Isabel y de contextura más gruesa. Su sonrisa franca y encantadora inspiraba confianza a quienes la trataban. Isabel se mantenía soltera, con amoríos poco estables y poco frecuentes. Sofía, por su parte, se había casado con Alberto Ponce, un abogado con quien tenía un matrimonio feliz, sin hijos.
Cuando la curva de la pandemia descendió notablemente ya Isabel y Sofía se habían habituado a reunirse una o dos veces por semana, antes de irse a casa por la tarde o por la noche, cuando coincidían en las jornadas diurnas, en la pequeña sala de conferencias de la clínica. Allí había sillas cómodas frente a una pequeña plataforma que se alzaba unos 15 centímetros por encima del piso y que contaba con una pizarra, marcadores, borrador y aparatos de proyecciones para conferencias y reuniones.
Al principio las dos amigas se reunían para discutir sobre el virus y los pacientes. Pero, poco a poco, cuando se fueron relajando las tensiones, empezaron a hablar de temas que interesaban a ambas. Esa tarde Isabel decía:
–Tal vez no recuerdas, pero varias veces te hablé de ello. Desde mi adolescencia me ha atormentado la división del tiempo en pasado, presente y futuro, aunque tal vez exagero al emplear el verbo atormentar. Siempre lo he sentido como una trampa, como una realidad equivocada. Aún es así, Sofy. Es como si el tiempo que pasa se diluyera, y nosotros con él, como si la realidad fuera un engaño. Está aquí pero enseguida desaparece… No sé cómo explicarlo…
–Algunas veces me comentaste sobre eso, pero tal vez no lo hiciste con fuerza, lo recuerdo vagamente. No volviste a mencionarlo. ¿Por qué te molesta…? [Interrupción].
–Molestarme no es…, es dolor. Aunque tengo que admitir que me he tranquilizado. Recuerdo una época en la que me paraba en una esquina, caminaba una cuadra y volvía a detenerme. Me parecía intolerable haber estado en la esquina anterior y ya no estar allí, como si eso no hubiera ocurrido. Me ofuscaba pensar que todo lo que vamos viviendo se va esfumando. Si no existieran registros, como fotografías o vídeos, las cosas podrían no haber sucedido.
–Bueno, recuerdo que también tocaste el tema cuando andabas con ese rollo de la física cuántica y el gato ese… [risas].
–El Gato de Schrödinger… [risas]. No te voy a hablar de eso sino del tiempo, o, mejor dicho, del espacio-tiempo, o, mejor dicho, de mi Albert, quien ha contribuido mucho para que me tranquilice.
–[Risas]. Me da risa que cuando mencionas a Einstein te refieres a él como “tu Albert”.
–Es que es mi churro, vivo enamorada de él.
–Supe que a tu churro le dieron un cociente de inteligencia de 160.
–Otros le han dado 175, eso no tiene importancia.
–De todos modos, lo superas.
–Te digo que no es importante. A él no le importaba, y a mí menos. Lo que verdaderamente me importa es que al estudiar su teoría de la relatividad he comprendido, como comprendió él, que el asunto del tiempo y el espacio no es como lo percibimos. Nuestros sentidos nos engañan.
–Mmm, tendrás que explicarme eso, pero, ¿no fue precisamente su IQ lo que lo llevó a comprender cosas?
–El IQ es un magnífico factor en la comprensión de muchas cosas, pero no es el único en juego.
–Pero dijiste que no era importante… [interrupción].
–[Risas]. Lo que me molesta es la importancia exagerada que se le da al IQ. Mi Albert, por ejemplo, tenía una poderosa intuición, algo que no está relacionado directamente con el coeficiente intelectual…un don que le permitía ir al centro de los problemas para buscar y encontrar soluciones… [interrupción].
–¿Y siempre acertó?
–Por supuesto que no. No sería mi Albert si siempre hubiera acertado. En sus últimos años trabajó en la Teoría del Campo Unificado, y, aunque sus ecuaciones eran siempre correctas, había un error de base. Introdujo lo que él llamó una constante cosmológica y ese fue su error. Otros científicos se lo hicieron ver y Albert reconoció el error. Primero a regañadientes… [interrupción].
–¿Era orgulloso?
–Sofy, es algo que tú sabes muy bien: en la investigación científica, en la verdadera investigación científica, no existe el orgullo, ni la arrogancia, ni los celos; solo la firme intención de encontrar la verdad. Y cuando la ciencia encuentra errores los destroza sin contemplaciones. Albert no cedía al principio por convicción, no era cuestión de orgullo. Cuando comprendió, afirmó que la constante cosmológica había sido el mayor error de su vida.
–¿Y qué es esa constante cosmológica?, ¿qué era lo que él llamaba Campo Unificado?
–La teoría del Campo Unificado tenía la intención de…, pero no viene al caso ahora. Después te lo explico. ¿No tienes dónde anotarlo para que no se nos olvide que queda pendiente?
–Sí, tengo una agenda aquí en el bolso. –Sofía sacó una agenda y anotó el dato–. Aquí anoto en ASUNTOS PENDIENTES, primer punto: constante cosmológica.
–Vale, seguimos. Te iba a contar: cuando Albert cumplió cuatro años su padre le regaló una brújula. ¿Qué es lo que un niño de cuatro años se preguntaría al ver moverse la aguja de un dispositivo que le acaban de regalar? Ponte en el lugar de un niño de esa edad en esa época.
Sofía pensó un poco antes de contestar. –Bueno…, supongo que se preguntaría qué mecanismo interno del aparatito hacía que la aguja se moviera.
–¡Eso es! Eso es lo que pensaríamos casi todos. ¿Sabes qué pensó el gran Albert Einstein?
–Dime.
–Se preguntó qué fuerza exterior hacía que la aguja se moviera.
–¡Vaya! Verdaderamente era único. Con razón se cuentan tantas anécdotas de él.
–Muchas de ellas, falsas. Cuando quieras saber si algo que se ha dicho o se ha escrito sobre Einstein es cierto, que si dijo esto, que si dijo lo otro, pregúntame. Conozco toda su vida [risas]. Era un ser humano normal, con sus virtudes, sus defectos, sus temores, sus dudas, sus incertidumbres; pero, sobre todo, con firmes convicciones y una gran integridad. A comienzos del siglo XX, el trabajo de Albert Einstein, Werner Heisenberg, Niels Bohr, Max Planck, Erwin Schrödinger… [interrupción].
–El del gato.
–Sí. Bueno, el trabajo de todos ellos y de otros científicos dio inicio a la aventura de la mecánica cuántica, que estudia el comportamiento e interacciones de partículas a nivel atómico y subatómico… [interrupción].
–Llamada así porque Max Planck habló del cuanto para referirse a una partícula de luz, un fotón. Eso lo recuerdo bien. Pero sé que hay misterios en la física cuántica que han dado origen a todo un boom. Y eso es lo que no conozco.
–Efectivamente, hay misterios y paradojas. Por ejemplo, que una partícula puede estar y no estar, o que puede estar en dos sitios a la vez, o que está si la miras y si no la miras no está; o que las partículas subatómicas son caprichosas y parecen tomar decisiones propias, pero también obedecen órdenes. Cosas como esas asustaron a mi Albert y a Schrödinger, quienes se apartaron de la mecánica cuántica. Schrödinger lo hizo después de proponer su famosa paradoja. No voy a entrar en detalles técnicos, pero él demostró en un ejercicio que su famoso gato estaba arriba y abajo al mismo tiempo, y que estaba vivo y muerto, también al mismo tiempo. Y el gran Albert Einstein, que tenía un pensamiento cosmológico y físico tan armónico, también sintió horror ante hechos paradójicos. Una vez expresó algo como “me niego a aceptar que la luna está si la miro, y si no la miro no está”. También, hablando con su amigo Niels Bohr, dijo: “Dios no es malicioso, Dios no juega a los dados”. Bohr le dijo un día que dejara de decirle a Dios lo que tenía que hacer. Pero no quiero que los misterios de la física cuántica nos distraigan del tema del espacio-tiempo.
Sofía estuvo de acuerdo y dijo de pronto:
–Isa, es tarde. Tenemos que irnos. Anotaré por aquí en Asuntos Pendientes la palabra Brújula. Ahí quedamos.
–Espera, antes de que se me olvide. Lo que te quiero decir con la historia de la brújula, y conozco otras anécdotas que lo demuestran, es que Albert iba al punto central de un problema; tenía una intuición, o un don, que lo llevaba al centro de un asunto. Por eso te digo que el IQ no lo explica todo.
Ambas rieron y recogieron sus cosas.
II
Esa noche Alberto se acostó temprano porque había tenido una intensa jornada de trabajo virtual. Sofía se quedó en la sala recordando su conversación con Isabel y recordando muchas cosas.
Al colegio había llegado una mañana, a la clase de cuarto de primaria, una niña del brazo de su padre. Era delgaducha y lucía muy tímida, como asustada. Sofía supo después que era la primera vez que Isabel pisaba un colegio. El padre de la niña, Gerardo Parra, habló unas palabras con la profesora, besó a su hija y se marchó dejando a la niña a punto de soltar el llanto. La profesora la presentó al grupo dando algunas explicaciones sobre la recién llegada, y entonces Sofía se dio cuenta de que Isabel era dos años menor que ella.
La profesora preguntó a la niña dónde se quería sentar e inmediatamente Sofía alzó la mano pidiendo que la sentaran a su lado. La profesora preguntó a Isabel y ella dijo que sí. Se había establecido una fuerte conexión entre las dos niñas, un lazo que se hizo irrompible con el paso de los años. Ambas eran hijas únicas, de modo que fue fácil para ellas formar un vínculo de hermanas.
La primaria transcurrió como si jugaran a que la hermanita mayor cuidaba de su tímida hermanita menor. Los recuerdos más fuertes estaban en la secundaria y en la facultad de Medicina. Sofía recordaba con claridad la confianza en sí misma que se iba desarrollando en Isabel; la fuerte concentración en clase, lo cual le permitía muchas veces sortear exámenes con solo repasar un poco las notas de clase; también recordaba la paciencia de su amiga cuando, desde cuarto de primaria, sentía que las clases no le aportaban nada; y también recordaba el amor de Isabel por los deportes y las actividades al aire libre, para las cuales Sofía era un poquitín perezosa.
Ambas se habían hecho amigas de Amelia Cárdenas, la joven psicóloga del colegio. Un día, cuando ya estaban en el último año de secundaria, Amelia les preguntó si querían someterse a una prueba de inteligencia traída de Mensa. Sofía no se mostró interesada, pero Isabel aceptó. Una tarde las dos chicas fueron al consultorio de Amelia, quien por las tardes atendía consulta clínica particular. Isabel realizó la prueba y obtuvo un resultado que asombró a las chicas, no así a Amelia. La cifra que aparecía era 176. La psicóloga les pidió que no lo dijeran a nadie, que faltaba algo. Al día siguiente le aplicó otra prueba a Isabel, y el resultado fue 178. Ahora fue Isabel quien pidió que no se dijera nada, pues Amelia quería correr a comunicarlo a las directivas del colegio y al padre de Isabel. Sofía nunca supo cómo logró su amiga convencer a Amelia de guardar silencio al respecto, y a ella misma la hizo guardar el secreto bajo promesa. Tampoco llegó a conocer los motivos que pudiera tener su amiga para ocultar al mundo su cociente de inteligencia, pero intuía que era una razón muy personal. Isabel era una chica con un ego sano, le gustaba que los hombres la encontraran atractiva y le agradaba que elogiaran su trabajo o su desempeño en determinada actividad. Sofía también recordaba que Isabel siguió cultivando la amistad de Amelia y que se interesaba por temas de psicología, tanto que, cuando ambas estaban en la universidad, llegó a pensar que la especialización de Isabel sería en psiquiatría, no en neurología. Pero después comprendió que Isabel había jugado bien sus cartas, tal vez sin proponérselo. Con el tiempo, Amelia se había casado con un psiquiatra de prestigio, autor de artículos importantes en revistas especializadas. Amiga de ambos, Isabel aprendió mucho sobre temas psiquiátricos y leía libros que ellos le prestaban. Lo mismo había pasado con la Medicina Interna y los Cuidados Intensivos. Por trabajar en la misma clínica con Sofía, Isabel había aprendido mucho a su lado, y también devoraba los libros y artículos que su amiga le prestaba. Sofía recordaba la velocidad de lectura de su amiga, algo de lo que también se había dado cuenta Amelia en el colegio. Una vez lo comentaron las tres e Isabel había dicho: “Todo el mundo tiene su ritmo de lectura, yo no presto atención a eso. Pero las lecturas no son iguales, ustedes lo saben. No es lo mismo leer una obra literaria que un tema de filosofía o de física”. Física, filosofía y literatura, ahora recordaba Sofía, eran pasiones de Isabel, sobre todo la física. Siempre tuvo la sospecha de que había estudiado medicina por seguir al lado de su hermana mayor. Pero era una gran doctora, de eso no cabía duda; y también compartía con ella muchos de sus conocimientos de neurología.
Poco a poco los pensamientos de Sofía volaron hacia su esposo que dormía, sintió una punzada de amor profundo y fue a alistarse para acostarse a su lado.
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Esa misma noche Isabel recordaba a su amiga. Era clara en su recuerdo la imagen de la niña gordita, llena de ternura y comprensión, que la acogió en el colegio cuando llegó a cursar cuarto de primaria. Sofía había cumplido fervorosamente su papel de hermana mayor desde entonces hasta hoy, y lo seguía cumpliendo. Era una mujer noble que llevaba su belleza física y espiritual con elegancia y naturalidad. Se entusiasmaba tanto con las de su amiga que olvidaba que ella misma poseía una aguda inteligencia y una intuición de tal magnitud que casi adivinaba la causa de las dolencias de los pacientes con solo mirarlos o escucharlos un poco, algo que Isabel no poseía. Sofía era la médica perfecta, estudiosa, consagrada, empática, compasiva y solidaria. También recordaba Isabel la cálida acogida de Manuel Yepes y Elena Murcia, los padres de Sofía, en el hogar donde muchas veces pasó tardes y fines de semana. También se benefició de las clases de piano que Sofía recibía de un músico de la filarmónica. Algunos años después su padre le compró su propio piano electrónico, con el cual siguió tomando clases con el mismo profesor.
Isabel recordaba que Sofía siempre supo qué quería estudiar, mientras que ella misma deambulaba de un tema a otro. Sofía amaba al ser humano, por eso se esforzó con la biología y la química, para poder ser admitida en la facultad de Medicina. Su otra gran pasión, que, aunque pudiera parecer extraño, hundía sus raíces en ese mismo sentimiento de solidaridad que la caracterizaba, eran las ciencias políticas y sociales. Tal vez por eso había sido fácil para ella enamorarse de Alberto, quien era defensor de derechos humanos y amaba a los desvalidos. Isabel sabía que Sofía era un ser humano de la más alta calidad, en quien se podía confiar plenamente y cuyos juicios eran acertados y justos.
Cuando tenía solo dos años Isabel había perdido a su madre en un accidente de tráfico. El recuerdo era borroso en unos aspectos y claro en otros: el ataúd, el llanto de su padre y de familiares y amigos en la funeraria eran recuerdos nebulosos; su propia confusión y tristeza al no ver a su mami cuando la llamaba, la dedicación de su padre a ella y muchas horas vividas con él eran recuerdos cristalinos. Su padre, con quien seguía viviendo y quien ahora tenía 54 años, era profesor universitario de física y matemáticas. Se hizo cargo de su hija con una devoción que superaba cualquier límite. Isabel era una chiquilla enfermiza; el asma y unos miedos irracionales habían hecho presa de ella después de la muerte de su madre. Gerardo no sabía qué hacer, pues ella no se quedaba con nadie que no fuera él, entonces optó por llevarla a todas partes consigo. En la universidad todo el mundo se acostumbró a la presencia de la chiquilla: estudiantes, profesores, empleados. Durante las clases que impartía su padre se quedaba calladita en una silla mirándolo y escuchándolo. Como no tenía idea de qué hacer para educarla, él le compraba libros ilustrados con imágenes y la sentaba en sus piernas para leerle. No le enseñó a deletrear sino que le mostraba palabras completas que ella iba recordando. Isabel estaba segura de que ese método singular fue la causa de su lectura rápida. Fácilmente pasó de leer palabras a leer frases, y de leer frases a leer párrafos enteros. De igual forma, su padre le fue enseñando matemáticas básicas y le contaba historias para entretenerla; al final, terminó compartiendo con su hija sus propias inquietudes sobre diversos temas. Poco a poco, a medida que la chiquilla crecía e iba superando los problemas de salud, él comenzó a plantearle la importancia de ingresar a un colegio; lo hizo con mucha habilidad y ternura hasta lograr convencerla. Su padre era amigo de la rectora del colegio al que por fin ingresó Isabel. La niña fue sometida a una cuidadosa evaluación por parte del cuerpo docente. Al principio hubo gran confusión porque la niña estaba asombrosamente adelantada para su edad en varios temas y muy retrasada en otros; consideraron dejarla en quinto de primaria, pero lo pensaron mejor y, con la aprobación de Gerardo, la dejaron en cuarto. Años después, cuando Isabel compartió bajo promesa el secreto de su IQ con Sofía y Amelia, sufrió el dilema personal de sentir que no era justo dejar a su padre por fuera. Su buena estrella vino en su ayuda una tarde en que su padre encontró casualmente el resultado de la prueba de Mensa cuando fue a buscar un libro en el cuarto de Isabel. Esa misma tarde hablaron, él lo tomó con la tranquilidad que lo caracterizaba. Sin embargo, le dijo: “Solo quiero saber por qué no quieres que se sepa”, a lo cual ella contestó: “Papá, en el lapso entre la primera prueba y la segunda de las dos que me hizo Amelia, leí sobre el tema y comprendí que se trataba de un enorme compromiso como ser humano. No quiero para mí hablar veinte idiomas y graduarme en siete carreras. Lo que me pregunto es cuál es mi propósito en la vida, qué puedo hacer por la humanidad desde mi campo de acción”. Recordaba ahora el abrazo, el beso y el silencio tranquilo de su padre, quien siguió tratándola con la misma ternura de siempre.
III
–Isa, después de nuestra última reunión me acordé de Amelia y de su esposo, ¿cómo es que se llama él?
–Luis Falcón.
–Ese. Está volando alto el hombre, ¿no? ¿Los has visto recientemente?
–No, desde hace rato no, por la pandemia, tú sabes, y por trabajo. Hace poco le publicaron un artículo en International Journal of Psychoanalysis. Se llama en español Errores en la Diagnosis de Esquizofrenia Hebefrénica y Esquizofrenia Catatónica.
–Upa, suena interesante. ¿Tuviste que ver con la traducción?
–No, no lo he leído. No sé quién le hizo la traducción. Él me contó por whatsapp y me lo envió al correo. ¿Te interesa?
–Sí, envíamelo. Pero, discúlpame, voy al baño.
Mientras estaba en el baño, Sofía recordó otra de las facetas de Isabel: su gusto por los idiomas. Cuando regresó a la salita dijo:
–Hablas cuatro idiomas, contando el español, ¿verdad jovencita?
–Sí, ¿por qué?
–¿Por qué no seguiste? Con esa habilidad… [interrupción].
–Dime para qué. El alemán y el francés solo me han servido cuando hemos ido a congresos y eventos en Alemania y Francia. Y solo en la calle. Porque todos los congresos son en inglés, idioma que tú también manejas. La verdad es que tengo que inventarme conversaciones conmigo misma en alemán y en francés para mantenerlos vivos. Y mi papá a veces me sorprende con películas y libros en ambos idiomas.
–[Risas]. Bueno, estábamos en lo de la brújula de tu pequeño Albert, pero yo te interrumpí cuando dijiste: “nuestros sentidos nos engañan”. ¿Cómo es eso?
–Mmm… Tenemos una percepción del tiempo como algo lineal, que empezó en un comienzo que no fue comienzo y que terminará en un final que no es final. Y al espacio lo percibimos también como algo infinito, sin límites.
–¿Y ahora qué me vas a decir?
–Justamente eso que estás pensando. Tanto el tiempo como el espacio son una ilusión. Obviamente, por alguna razón, son una ilusión necesaria en el plano en que vivimos.
–¿Y si son una ilusión, entonces cómo es la realidad?
–Buena pregunta. Aquí no podemos saberlo, pero te diré las pistas que he ido encontrando.
–Espera, creo que nos llaman de Urgencias –exclamó Sofía. Ambas se apresuraron.
********
–¿Por dónde íbamos? –Preguntó Isabel.
–El tiempo y el espacio.
–Bueno, es el asunto del tiempo y el espacio. Y el asunto de Albert Einstein, que fue quien empezó a poner orden en mi caos mental cuando, ya después de la secundaria, me puse a estudiar en serio su teoría de la relatividad.
–Desde la antigüedad hasta el siglo XX… ¿a nadie se le ocurrió antes que a él?
–Es una excelente pregunta, Sofy. Tú sabes que en la ciencia todo se va dando paulatinamente, y, cuando el suelo está abonado, nace lo que tiene que nacer.
–Es cierto, somos un colectivo, no navegamos solos; en toda teoría o hallazgo científico hay varias mentes incluidas, directa o indirectamente. Pero, ¿la idea de la relatividad como la concibió Albert Einstein es solo suya?
–Sí y no. Hendrik Lorentz y Henri Poincaré son precursores. Alguien ha dicho que si Poincaré se hubiera atrevido a desafiar al positivismo y dogmatismo cientificista del siglo XIX habría dado con la teoría de la relatividad. Las ideas estaban ahí y mi Albert las recogió de una manera genial. Empezaba el siglo XX, no fue fácil, encontró resistencia en algunos sectores conservadores y escépticos. Pero, como sabes, en la ciencia la razón la tiene quien la tiene.
–¡Bravo! Pero muchas veces es difícil establecer la verdad. Tú sabes que hay terquedades, manipulaciones… bueno, continúa.
–Veamos. Cuando ya Albert había terminado la secundaria se aficionó a leer temas filosóficos y literarios. En sus lecturas estaban Shakespeare, George Bernard Shaw, Schopenhauer, Spinoza, Nietzsche, entre otros, pero particularmente le tomó un gran gusto a Kant. Leyó más de una vez La Crítica de la Razón Pura. Kant mediaba entre el racionalismo de Descartes y el empirismo de Hume. Y hubo algo de lo que Kant escribió que impactó notablemente a Albert Einstein, va más o menos así: “lo que vemos y percibimos está moldeado por el tiempo y el espacio”. Esto impactó a Albert y lo marcó, a pesar de que el tiempo y el espacio a los que aludía Kant eran los absolutos de la física clásica. Pues bien, el pensamiento kantiano ayudó a estructurar el método de trabajo del gran Einstein. Volvamos un poco atrás en su vida: desde cuando era un adolescente, Albert se preguntaba qué pasaría si alguien pudiera viajar en un rayo de luz. Qué pasaría si se pudiera viajar a la velocidad de la luz.
–Interesante.
–Sí. Solo unos pocos años antes los experimentos de Michelson y Morley proporcionaron la cifra exacta, que en realidad es un poco menor, pero fue aproximada a 300.000 kilómetros por segundo. Y no solo se estableció el dato de la velocidad de la luz sino su valor constante en cualquier dirección en el vacío. Pero no te voy a hablar del trabajo de esos señores porque no interesa ahora. Lo importante es que demostraron lo que dijeron.
–Está bien, pero… ¿cómo podrías mostrarme eso de que la velocidad de la luz es constante, sin entrar en detalles técnicos?
–Bien, lo intentaré. Vamos en desorden hacia donde quiero ir, pero no importa. Tratemos de que los vacíos y dudas vayan quedando consignados en Asuntos Pendientes.
–Vale.
–Veamos, imagina que vas de pie en el pasillo del vagón trasero de un tren que viaja en línea recta a 100 kilómetros por hora. Las puertas de comunicación de los cuatro vagones del tren están abiertas.
–Ajá.
–Y entonces corres hacia la locomotora… [interrupción].
–Dios me libre [risas].
–[Risas]. Bueno, señorita, es en serio. A correr.
–Listo, ya estoy corriendo –Sofía movía los brazos como si corriera.
–Eres tan veloz como el campeón mundial –dijo Isabel guiñando un ojo con picardía–. Digamos que vas a 45 kilómetros por hora. Ahora, ¿cuál es la velocidad real que llevas?
–45 míos más 100 del tren, ¿no?
–Exacto. Vas realmente a 145 kilómetros por hora porque ambas velocidades se suman al ir en la misma dirección. Ahora bien, estás de nuevo en el vagón trasero del tren y sacas de tu bolso una linterna. Proyectas al frente un rayo de luz de tu linterna. Ya sabemos cuál es la velocidad de la luz y sabemos que el tren se desplaza a 100 kilómetros por hora. ¿Cuál es la velocidad que lleva el rayo de luz que has proyectado?
Sofía miró fijamente a su amiga y, poniéndose la mano en la frente en un gesto de asombro, dijo:
–Upa.
–Exactamente. No hay suma. La velocidad de la luz es la misma, con el tren en reposo o en movimiento. Y en cualquier dirección.
–Déjame con eso por ahora. ¿Qué escribo?
–El misterio del tiempo.
IV
Había pasado más de una semana sin que Isabel y Sofía pudieran reunirse. Fue un miércoles a las cinco de la tarde cuando se sentaron de nuevo en la salita de conferencias.
–El misterio del tiempo –dijo Sofía–, me has hablado de tu conflicto con la división del tiempo en pasado, presente y futuro, o más concretamente, con el tiempo lineal… [interrupción].
–Exacto. Pasé malos ratos pensando en el misterio del tiempo. Estudiando la teoría de la relatividad y leyendo sobre la vida de mi Albert encontré que él varias veces dijo que el tiempo era una ilusión muy persistente. Pero yo ya lo sabía de alguna manera, o lo había intuido. Ahora escucha, si todo desapareciera, nuestro planeta, el sistema solar, las galaxias, todo, ¿qué crees que pasaría con el tiempo y el espacio?
Sofía miraba a su amiga entre asombrada y divertida. Dijo:
–Creo que todo el mundo piensa que, si eso llegare a ocurrir, el tiempo seguiría corriendo y el espacio seguiría ahí, sin ser ocupado, pero… [interrupción].
–Yo sé lo que todo el mundo piensa, quiero saber qué crees tú.
–Creo que pensaba como todo el mundo.
–[Risas]. Ya no, ¿cierto? El tiempo y el espacio desaparecerían junto con todo.
–Tu percepción personal de cómo debe ser en realidad el asunto del tiempo tiene que ver como con una especie de tela o algo así, que está frente a ti y que puedes mirar en conjunto, como un todo, ¿cierto?
–Esa es mi Sofy. ¿Quién como tú? –, dijo Isabel mirando a su amiga con ternura–. Por supuesto, tiene que ver con la simultaneidad, con un presente continuo o un presente eterno, no sé cómo expresarlo bien.
–Creo que lo expresas bien, ya le voy cogiendo el hilo y me doy cuenta de que no es fácil. Pero necesito más información.
–Con frecuencia, cuando se intenta explicar la teoría de la relatividad, de una manera que todos puedan entender, se usa mucho el ejemplo de lo que se ha llamado el Tren de Einstein.
Sofía esperaba en silencio. Isabel continuó:
–Imaginemos que viajas en el Tren de Einstein, que se desplaza a la velocidad de 240.000 kilómetros por segundo.
–Se acerca a la velocidad de la luz.
–Sí –dijo Isabel, que se había puesto de pie y escribía en la pizarra–. Vas en ese tren y te desplazas en línea recta desde la estación A hacia la estación B. La distancia entre las dos estaciones es de 864.000.000 kilómetros. Como el Tren de Einstein viaja a 240.000 kilómetros por segundo, entonces demoras 3.600 segundos en desplazarte de A hasta B; es decir, una hora.
En la pizarra aparecía la sencilla operación de dividir 864.000.000 entre 240.000, e Isabel apuntaba con el marcador a su amiga diciendo:
– En ambas estaciones hay relojes que están sincronizados. Has salido a las nueve en punto de A, según el reloj de la estación y según tu propio reloj, que es nuevo y funciona perfectamente. Pues bien, al llegar a B, el reloj de la estación marca las diez en punto; pero el tuyo marca apenas un poco más de las nueve y treinta. ¿Cuál de los dos relojes dice la verdad? Ambos. Tu reloj no se ha retrasado y el de la estación no se ha adelantado.
–Asombroso.
–Y fascinante. Esto demuestra la relatividad del tiempo de forma irrefutable. Y ya se han hecho comprobaciones en laboratorio. En el cine hay películas en las que aparecen viajeros de la tierra viajando en naves espaciales que van a la velocidad del Tren de Einstein o a otra velocidad cercana a la de la luz; y, por decirlo así, han viajado dos meses según sus propios relojes y calendarios, pero al regresar a la Tierra encuentran que en nuestro planeta han transcurrido 200 años, o algo así. Es ficción, como lo es tu viaje en el Tren de Einstein, pero, si fuera posible ese viaje, se cumpliría lo que te acabo de decir, que es algo que postula la relatividad.
–¿Y puede ser posible en un futuro no lejano viajar a la velocidad de la luz o a velocidades cercanas?
–Sofy, yo no sé si en 100, o 200, o 500 años, se derrumbe el edificio de estos conceptos científicos, pero los conocimientos actuales, con comprobaciones incluidas, arrojan unos resultados impactantes. Por ejemplo, que un vehículo viaje a la velocidad de la luz o, peor aún, que la supere, supone una serie de fenómenos desconcertantes.
–Has dicho “peor aún”… [interrupción].
–Si un vehículo viajara hacia el espacio, acelerando su velocidad para alcanzar la velocidad de la luz, la masa del vehículo crecería indefinidamente; al alcanzar y superar la velocidad de la luz, la masa sería mayor que el infinito, lo cual es un sinsentido. Pero hay otros absurdos: a medida que el vehículo acelera para acercarse a la velocidad de la luz, como la masa va creciendo desmesuradamente, la aceleración se hará muy difícil para el vehículo porque la enorme masa será un portentoso obstáculo, por lo cual se necesitará también una exageradísima cantidad de energía para lograr la aceleración.
–Aterrador.
Isabel caminó hacia la pizarra y escribió la fórmula E=mc2 al tiempo que decía:
–Esta es la famosa ecuación de Einstein que todo el mundo conoce y que casi nadie entiende [risas]. Tiene que ver con todo esto. E es energía, m es masa y c es la velocidad de la luz. Energía es igual a la masa por la velocidad de la luz al cuadrado. En realidad, esta fórmula es incompleta, solo funciona para masas inerciales, pero fue la que sirvió para la construcción de la bomba atómica. Pero, espera, me he desviado del tema. En todo caso, esto de la bomba es una de las mayores contradicciones y una desgracia en la vida de un ser humano tan puro como mi Albert, aunque no fue él quien la construyó, pero eso es harina de otro costal. Quiero hablarte un día sobre la vida de mi Albert, anótalo en Asuntos Pendientes.
–Bien, de todas maneras, tengo que preguntarte: ¿si fuera posible alcanzar la velocidad de la luz qué pasaría?
–Si se pudiera alcanzar la velocidad de la luz, el tiempo sería algo parecido a un plano en donde todo sería simultáneo.
–Ah, el tiempo simultáneo. Ahí lo tienes.
–¿No te parece encantador? ¿No te parece curioso que las personas que están metidas en temas espirituales hablen de la Luz con mayúscula? Bella coincidencia. La Luz como la perfección.
–Bien, ¿y si el vehículo pudiera superar la velocidad de la luz empezaría entonces la película del túnel del tiempo?
–[Risas], algo así. Veríamos los efectos antes que las causas. Las paradojas estarían a la orden del día. Algunos estudiantes del profesor Einstein cantaban una cancioncilla cuya letra decía algo como: “La señorita Bright era más ágil que la luz, un día salió a pasear y regresó la noche anterior”.
Ambas rieron. Pasado un momento Sofía dijo:
–Mencionaste la Luz, con mayúscula, refiriéndote a la espiritualidad.
–Claro.
–¿Qué papel crees que juega la religión en lo que planteas?
–La religión se ha equivocado muchas veces y sigue equivocándose, pero no exactamente la religión como tal sino las personas religiosas. Corrijo: muchas personas religiosas, no todas.
–¿Te refieres a cosas como el fanatismo, la intolerancia, el adoctrinamiento…? [Interrupción]
–Esas son cosas susceptibles de ser corregidas; la inquisición, el mal rollo…a medida que el ser humano aprende y evoluciona esas páginas pueden superarse. La persona religiosa se equivoca gravemente cuando lleva la linealidad del tiempo al plano espiritual. Por ejemplo, una expresión como “Fulano debe de estar ardiendo en el Infierno” es un error monumental por donde se le mire.
–Mmm, está bien, ahí voy, ahí voy. ¿Y los ateos?
–Los considero supersticiosos, querida. Al menos la persona religiosa, si tiene una espiritualidad genuina, sabe o intuye que hay algo que nos trasciende, que la verdadera comprensión no se encuentra en este plano; pero el ateo, como no cree que haya nada que nos trascienda, cree en la linealidad del tiempo y en la infinitud del espacio, que es lo que sus sentidos le ofrecen. Además, muchos de ellos creen en otra superstición.
–¿Cuál?
–Le creen más a la materia que a la energía.
–A estas alturas ya nada debería sorprenderme en nuestra conversación, pero, explícame eso.
–Recordemos un poco de química.
–Vale.
–¿En las conexiones de los átomos al formar moléculas hay distancias?
–Por supuesto.
–¿Y qué hay en el interior del átomo?
–Ya sé para dónde vas. En el interior de un átomo, entre los electrones que giran y los protones y neutrones que forman el núcleo hay distancias enormes. Espacio vacío, que es… [interrupción].
–Perfecto. Espacio vacío es casi todo lo que hay. Y aún dentro de esas partículas hay otras partículas. En todo caso, ¿esas partículas subatómicas qué son en realidad?
–Son flujos de energía. Por lo tanto, ¿dónde está la materia que defienden los materialistas si lo que existe en realidad son distintas formas de organización de la energía? Es lo que planteas, ¿no?
–Lo has dicho muy bien.
–Listo. Pero te recuerdo que recientemente Stephen Hawking prácticamente se declaró ateo.
–Yo no diría que se declaró ateo. Más bien no creía en el dios antropomórfico de nuestras religiones. Cuando escribió Historia del Tiempo alguien le preguntó que por qué no mencionaba a Dios en su libro, él respondió que Dios estaba en todas las páginas del libro. En su libro él contó una anécdota lindísima: se le preguntó a San Agustín qué hacía Dios antes de la creación del universo. San Agustín respondió que el tiempo era una cualidad intrínseca del universo, por tanto, no existía antes de la Creación. Fíjate en la profundidad del pensamiento de San Agustín. Nació a mediados del siglo IV y murió en la primera mitad del siglo V. ¿Qué herramientas científicas tenía para expresar ese pensamiento genial? Era un iluminado. Volviendo a Stephen Hawking, he leído que él afirmó que no podía haber Dios porque este habría necesitado que existiera el tiempo para crear el universo. Allí hay una grave inconsistencia con lo que él contó de San Agustín y con lo que postula la teoría de la relatividad, que Hawking acogió y aplaudió. De todas maneras, como ya sabes, un individuo se compone de varios factores: inteligencia, personalidad, carácter, temperamento. Y la misma inteligencia, según ya se sabe, es de varios tipos, incluyendo la inteligencia emocional. Mientras que Einstein tenía tendencia a la espiritualidad, muy personal por cierto, Hawking puede haber tenido tendencia al escepticismo; estamos hablando de características de la personalidad.
–¿Y el trabajo científico de Hawking está relacionado con el de Einstein?
–Mucho. Ambos eran cosmólogos, físicos teóricos. Stephen Hawking relacionó la física cuántica con la teoría de la relatividad e hizo un trabajo muy importante sobre los agujeros negros, pero ese es otro rollo. Te quería comentar, volviendo un poquito atrás, que no hace mucho vi una película, La Reina del Desierto, con la actuación de Nicole Kidman; mucha poesía persa y árabe y una música preciosa. Hay una escena en la cual un musulmán dice: “El Paraíso no tiene tiempo ni edad”. Eso es tener las cosas claras, digo yo.
V
La última reunión había sido un mes antes. Sofía dijo:
–He estado leyendo cosas por ahí y por acá, te pregunto: ¿algún autor en especial se ha inquietado por este tema desde otro ángulo, desde la filosofía o la literatura? Encuentro que en Borges es recurrente el tema del tiempo. Habla del tiempo circular, y también se inquieta con los espejos, la multiplicación infinita de una imagen. Parece un conflicto semejante al tuyo con el espacio-tiempo.
–En efecto, el hombre intuía algo del misterio del espacio-tiempo. Pero sospecho que Cortázar se pilló algo. Hay un par de cosas realmente fascinantes en su obra. ¿Leíste el cuento El Perseguidor?
–Sí, claro, Johnny Parker, el saxofonista genial y medio loco.
–Que en realidad representa a Charlie Parker, el famoso músico de jazz. Cortázar pone en Johnny Parker inquietudes que son suyas. Johnny tiene un conflicto tremendo con el espacio-tiempo, más con el tiempo, con el cual se reconcilia solo cuando toca… [interrupción].
–¿Te pasa lo mismo cuando tocas el piano o cuando escuchas música?
–Creo que sí. Recuerda que la música es un arte que se expresa en el tiempo, necesita del tiempo; algo que no ocurre con la pintura, la escultura…que se manifiestan en lo espacial. Ahora que has mencionado a Borges, él se refirió a la música una vez como “esa extraña forma del tiempo”, y el escritor Otto Ricardo se refiere al tiempo diciendo que es espacio en movimiento. Ambos han sentido en su alma que lo que percibimos como el paso del tiempo encierra un misterio no resuelto por nuestros sentidos. Pero, volviendo al cuento de Cortázar, en una ocasión Johnny Parker entró en éxtasis en un estudio de grabación mientras improvisaba en el saxofón. Sintió que estaba cerca de trascender el tiempo y comprender todo. Y en otra ocasión, viajando en un tren, se quedó dormido y soñó una cantidad de cosas; pero, cuando despertó y miró el reloj, vio que solo había transcurrido un minuto o algo así. Fíjate, eso es verdad, en nuestros sueños el tiempo transcurre de una manera distinta que en nuestra vigilia.
–Sí, ya recuerdo eso. Cuando lo leí creo que me fijé en otros detalles: el drama que Johnny vivía por la muerte de su niña.
–Ajá, sí. Tiene otro cuento: La Noche Boca Arriba. ¿Lo recuerdas?
–No lo he leído. Cuéntame.
–Un hombre va por una avenida de una gran ciudad conduciendo su moto. Sufre un accidente y lo llevan a una clínica, siempre boca arriba. Es operado y está cómodo en una cama, boca arriba. Se queda dormido y sueña que es un guerrero de una tribu enemiga de los aztecas y es perseguido por estos en una jungla. Cuando despierta, su compañero de habitación le dice que ha tenido pesadillas y que casi se cae de la cama. Vuelve a dormirse y en el sueño continúa la persecución, él huye desesperadamente y se aferra a un amuleto. Los aztecas llegan y él mata a uno de ellos, pero los otros lo capturan. Vuelve a despertar y, de nuevo, su compañero de habitación le dice que ha gritado, o que se ha movido. Cuando piensa en el accidente lo relaciona con un hueco que ha durado una eternidad. Vuelve a quedarse dormido y el sueño continúa, lo llevan boca arriba a la piedra de sacrificios, donde lo espera un sacerdote con un puñal para arrancarle el corazón. Vuelve a despertar y se siente aliviado al sentir que todo ha sido un sueño, pero al volver a dormirse ya está en la piedra de sacrificios, boca arriba, y entonces comprende que el accidente y la clínica habían sido un sueño.
–Dios mío. Tremendo Cortázar, ¿no? ¿Cómo interpretas el cuento?
–Como ningún crítico lo interpretaría. Creo que conozco esas inquietudes de Julio Cortázar respecto al espacio-tiempo. No sé si él lo sabía científicamente, tal vez sí, tal vez no; en todo caso, tenía ante sí el plano del tiempo simultáneo y por eso no tenía inconveniente en moverse… [interrupción].
–¿Boca arriba por ese plano de tiempo simultáneo?
Ambas rieron a carcajadas. De pronto Sofía dijo:
–El guerrero pudo ver una escena del futuro… [interrupción].
–O tal vez la recordó.
–No me friegues –dijo Sofía, mirando a su amiga que se había quedado pensativa.
********
Esa noche en su casa, Isabel conversó hasta tarde con su padre. Hacía años habían hablado del tema y ahora lo recordaron; Isabel le contó de sus conversaciones con Sofía. Gerardo pensó que esas inquietudes tal vez habían tenido su origen en los temas de física que había compartido con su hija desde cuando ella era una niña o en las lecturas filosóficas que muchas veces compartieron también. De pronto dijo:
–Creo que tengo un regalo para ti. Hace poco leí la novela Historia del Invierno, de Mark Helprin. No sé si quieras leerla, aunque te aseguro que te encantará si lo haces. Pero lo que quiero que leas especialmente es el capítulo final. No tiene que ver con la trama, pero tiene que ver con lo que estás discutiendo con Sofía.
–Si tú me la recomiendas, claro que leeré la novela también.
–Bien, pero empieza por el capítulo final.
Al día siguiente Isabel buscó la manera de volver a reunirse con Sofía ese mismo día. Sofía accedió, aunque con la condición de no demorar porque Alberto la esperaba. Cuando estuvieron reunidas Isabel dijo:
–Mi padre te mandó abrazos y besos. Me hizo un regalo anoche, se trata del capítulo final de una novela que leyó. Te voy a leer un resumen que preparé para ti, espero que lo discutamos un poquito y después podemos irnos. Estaremos pisando terrenos de la física cuántica.
–Dile a Gerardo que lo extraño, que espero visitarlo pronto. Bien, dale.
–“Nada es por azar, ni nunca lo será –leyó Isabel–. Incluso los electrones, que se supone que son modelos de lo imprevisible, son graciosas y dóciles criaturas que se desplazan a la velocidad de la luz hacia los sitios en donde deben estar y siempre hacen lo que se les ordena, y sobre esto no existe ninguna duda.
Si nada es por azar y todo se encuentra predeterminado, ¿cómo se entiende la existencia del libre albedrío? La respuesta es muy sencilla: nada está predeterminado, todo está determinado o lo estuvo, o bien lo estará. La ausencia del prefijo muestra que el libre albedrío está intacto. Todo sucede a la vez, en un preciso instante, y sin el invento del tiempo no podríamos comprender con una única ojeada el enorme y detallado lienzo que nos han regalado. Y, en consecuencia, lo examinamos linealmente, trozo a trozo. El tiempo, sin embargo, puede llegar a superarse si lo contemplamos desde cierta distancia. El universo está completo y es de una belleza exquisita. Todo lo que fue, lo sigue siendo y lo será, a pesar de las múltiples combinaciones que ocurren, muchas de ellas dadas por el uso del libre albedrío. Todo elemento se halla conectado a todos los demás, todos los ríos van al mar, los que se pierden son redimidos, los muertos vuelven a la vida y, cuando el tiempo deja de importar, entonces la justicia hace acto de presencia, no como algo que va a ser sino como algo que ya es”. Amiga, en conclusión, el tiempo, la materia, la muerte, son ilusiones necesarias en nuestra experiencia en este plano. Solo que la palabra plano tiene connotaciones espaciales, y el asunto no es espacial sino espiritual.
Sofía estaba arrobada y guardaba silencio. Isabel le entregó la hoja del resumen y le pidió que la leyera ella misma una vez más. Así lo hizo Sofía, y al final de su lectura dijo:
–Qué belleza. Isa, siento que estoy metida en tu película y creo que he logrado comprender.
–¿De veras?, entonces tengo que aplicarte un dicho muy popular entre los estudiosos de la física cuántica.
–¿Cuál?
–“Si has entendido todo es que no has entendido nada”.
Las dos amigas se miraron un instante en silencio y de pronto prorrumpieron en carcajadas.
FIN
RODOLFO BADEL TRONCOSO, noviembre 15 de 2020.
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