Comparto
con ustedes un cuento de mi amigo Rodolfo Badel. Espero que les guste.
Es
un homenaje a una gran amistad y habla de temas interesantes de los cuales
podrían decirnos lo que piensan: la pérdida temprana de la madre de Isabel y
cómo el padre se ocupa de su hija, procurando enseñarle muchas cosas; la
relación entre las pruebas de inteligencia y el desempeño en la vida, las altas
capacidades intelectuales, las diferencias de intereses, la escogencia de carrera
y especialización, cómo es la visión que tienen Isabel y Sofía, la una de la otra...
ASUNTOS
PENDIENTES
A mi esposa Luz
Amanda (Luza)
Una voz me dijo: “Ahora
comprendes la teoría de la relatividad. Todo ocurre en el mismo momento, en
momentos distintos”. Entonces supe que no hay razón para no perdonar.
Robert Schwartz – EL PLAN DE TU ALMA
I
Ambas se ofrecieron a
trabajar en “el campo de batalla”, como llamaban en la clínica a la atención de
pacientes de Covid 19. Isabel Parra Oviedo, 28 años, neuróloga, y Sofía Yepes
Murcia, 30 años, internista y especialista en Medicina Crítica y Cuidado
Intensivo. Las dos gozaban de respeto, admiración y reconocimiento en la
comunidad médica. Habían estudiado juntas desde niñas en una conocida
institución educativa; allí mismo estudiaron la secundaria y después ingresaron
a una prestigiosa universidad para estudiar Medicina. Hicieron internado en la
misma clínica y luego se separaron por primera vez para hacer el año rural,
finalizado el cual Sofía hizo lo posible por convencer a Isabel de que se
especializaran en Medicina Interna, aunque después escogieran caminos
distintos. La Medicina Interna –decía Sofía– les proporcionaría una base sólida
para avanzar en la especialidad que escogieran. Isabel sabía que su amiga
estaba bien enfocada, pero decidió ir directamente a Neurología. Sofía siguió
con su plan, y, después de graduarse como internista, pasó a estudiar Medicina
Crítica y Cuidado Intensivo. De todas maneras, seguían muy unidas.
Isabel era delgada,
de estatura mediana, tez clara y cabello largo. Tenía un rostro agradable, más
interesante que bello. Sofía era trigueña, bella, un poco más baja que Isabel y
de contextura más gruesa. Su sonrisa franca y encantadora inspiraba confianza a
quienes la trataban. Isabel se mantenía soltera, con amoríos poco estables y
poco frecuentes. Sofía, por su parte, se había casado con Alberto Ponce, un
abogado con quien tenía un matrimonio feliz, sin hijos.
Cuando la curva de la
pandemia descendió notablemente ya Isabel y Sofía se habían habituado a
reunirse una o dos veces por semana, antes de irse a casa por la tarde o por la
noche, cuando coincidían en las jornadas diurnas, en la pequeña sala de
conferencias de la clínica. Allí había sillas cómodas frente a una pequeña plataforma
que se alzaba unos 15 centímetros por encima del piso y que contaba con una
pizarra, marcadores, borrador y aparatos de proyecciones para conferencias y
reuniones.
Al principio las dos
amigas se reunían para discutir sobre el virus y los pacientes. Pero, poco a
poco, cuando se fueron relajando las tensiones, empezaron a hablar de temas que
interesaban a ambas. Esa tarde Isabel decía:
–Tal vez no
recuerdas, pero varias veces te hablé de ello. Desde mi adolescencia me ha
atormentado la división del tiempo en pasado, presente y futuro, aunque tal vez
exagero al emplear el verbo atormentar. Siempre lo he sentido como una trampa,
como una realidad equivocada. Aún es así, Sofy. Es como si el tiempo que pasa
se diluyera, y nosotros con él, como si la realidad fuera un engaño. Está aquí
pero enseguida desaparece… No sé cómo explicarlo…
–Algunas veces me
comentaste sobre eso, pero tal vez no lo hiciste con fuerza, lo recuerdo
vagamente. No volviste a mencionarlo. ¿Por qué te molesta…? [Interrupción].
–Molestarme no es…,
es dolor. Aunque tengo que admitir que me he tranquilizado. Recuerdo una época
en la que me paraba en una esquina, caminaba una cuadra y volvía a detenerme.
Me parecía intolerable haber estado en la esquina anterior y ya no estar allí,
como si eso no hubiera ocurrido. Me ofuscaba pensar que todo lo que vamos
viviendo se va esfumando. Si no existieran registros, como fotografías o
vídeos, las cosas podrían no haber sucedido.
–Bueno, recuerdo que
también tocaste el tema cuando andabas con ese rollo de la física cuántica y el
gato ese… [risas].
–El Gato de
Schrödinger… [risas]. No te voy a hablar de eso sino del tiempo, o, mejor
dicho, del espacio-tiempo, o, mejor dicho, de mi Albert, quien ha contribuido
mucho para que me tranquilice.
–[Risas]. Me da risa
que cuando mencionas a Einstein te refieres a él como “tu Albert”.
–Es que es mi churro,
vivo enamorada de él.
–Supe que a tu churro
le dieron un cociente de inteligencia de 160.
–Otros le han dado
175, eso no tiene importancia.
–De todos modos, lo superas.
–Te digo que no es
importante. A él no le importaba, y a mí menos. Lo que verdaderamente me
importa es que al estudiar su teoría de la relatividad he comprendido, como
comprendió él, que el asunto del tiempo y el espacio no es como lo percibimos. Nuestros
sentidos nos engañan.
–Mmm, tendrás que
explicarme eso, pero, ¿no fue precisamente su IQ lo que lo llevó a comprender
cosas?
–El IQ es un
magnífico factor en la comprensión de muchas cosas, pero no es el único en
juego.
–Pero dijiste que no
era importante… [interrupción].
–[Risas]. Lo que me
molesta es la importancia exagerada que se le da al IQ. Mi Albert, por ejemplo,
tenía una poderosa intuición, algo que no está relacionado directamente con el
coeficiente intelectual…un don que le permitía ir al centro de los problemas
para buscar y encontrar soluciones… [interrupción].
–¿Y siempre acertó?
–Por supuesto que no.
No sería mi Albert si siempre hubiera acertado. En sus últimos años trabajó en
la Teoría del Campo Unificado, y, aunque sus ecuaciones eran siempre correctas,
había un error de base. Introdujo lo que él llamó una constante cosmológica y
ese fue su error. Otros científicos se lo hicieron ver y Albert reconoció el
error. Primero a regañadientes… [interrupción].
–¿Era orgulloso?
–Sofy, es algo que tú
sabes muy bien: en la investigación científica, en la verdadera investigación
científica, no existe el orgullo, ni la arrogancia, ni los celos; solo la firme
intención de encontrar la verdad. Y cuando la ciencia encuentra errores los destroza
sin contemplaciones. Albert no cedía al principio por convicción, no era
cuestión de orgullo. Cuando comprendió, afirmó que la constante cosmológica
había sido el mayor error de su vida.
–¿Y qué es esa
constante cosmológica?, ¿qué era lo que él llamaba Campo Unificado?
–La teoría del Campo
Unificado tenía la intención de…, pero no viene al caso ahora. Después te lo
explico. ¿No tienes dónde anotarlo para que no se nos olvide que queda
pendiente?
–Sí, tengo una agenda
aquí en el bolso. –Sofía sacó una agenda y anotó el dato–. Aquí anoto en
ASUNTOS PENDIENTES, primer punto: constante cosmológica.
–Vale, seguimos. Te
iba a contar: cuando Albert cumplió cuatro años su padre le regaló una brújula.
¿Qué es lo que un niño de cuatro años se preguntaría al ver moverse la aguja de
un dispositivo que le acaban de regalar? Ponte en el lugar de un niño de esa
edad en esa época.
Sofía pensó un poco
antes de contestar. –Bueno…, supongo que se preguntaría qué mecanismo interno
del aparatito hacía que la aguja se moviera.
–¡Eso es! Eso es lo
que pensaríamos casi todos. ¿Sabes qué pensó el gran Albert Einstein?
–Dime.
–Se preguntó qué
fuerza exterior hacía que la aguja se moviera.
–¡Vaya!
Verdaderamente era único. Con razón se cuentan tantas anécdotas de él.
–Muchas de ellas,
falsas. Cuando quieras saber si algo que se ha dicho o se ha escrito sobre
Einstein es cierto, que si dijo esto, que si dijo lo otro, pregúntame. Conozco
toda su vida [risas]. Era un ser humano normal, con sus virtudes, sus defectos,
sus temores, sus dudas, sus incertidumbres; pero, sobre todo, con firmes
convicciones y una gran integridad. A comienzos del siglo XX, el trabajo de
Albert Einstein, Werner Heisenberg, Niels Bohr, Max Planck, Erwin Schrödinger…
[interrupción].
–El del gato.
–Sí. Bueno, el
trabajo de todos ellos y de otros científicos dio inicio a la aventura de la
mecánica cuántica, que estudia el comportamiento e interacciones de partículas
a nivel atómico y subatómico… [interrupción].
–Llamada así porque
Max Planck habló del cuanto para referirse a una partícula de luz, un fotón.
Eso lo recuerdo bien. Pero sé que hay misterios en la física cuántica que han
dado origen a todo un boom. Y eso es lo que no conozco.
–Efectivamente, hay
misterios y paradojas. Por ejemplo, que una partícula puede estar y no estar, o
que puede estar en dos sitios a la vez, o que está si la miras y si no la miras
no está; o que las partículas subatómicas son caprichosas y parecen tomar
decisiones propias, pero también obedecen órdenes. Cosas como esas asustaron a
mi Albert y a Schrödinger, quienes se apartaron de la mecánica cuántica.
Schrödinger lo hizo después de proponer su famosa paradoja. No voy a entrar en
detalles técnicos, pero él demostró en un ejercicio que su famoso gato estaba
arriba y abajo al mismo tiempo, y que estaba vivo y muerto, también al mismo
tiempo. Y el gran Albert Einstein, que tenía un pensamiento cosmológico y
físico tan armónico, también sintió horror ante hechos paradójicos. Una vez
expresó algo como “me niego a aceptar que la luna está si la miro, y si no la
miro no está”. También, hablando con su amigo Niels Bohr, dijo: “Dios no es
malicioso, Dios no juega a los dados”. Bohr le dijo un día que dejara de
decirle a Dios lo que tenía que hacer. Pero no quiero que los misterios de la
física cuántica nos distraigan del tema del espacio-tiempo.
Sofía estuvo de
acuerdo y dijo de pronto:
–Isa, es tarde.
Tenemos que irnos. Anotaré por aquí en Asuntos Pendientes la palabra Brújula.
Ahí quedamos.
–Espera, antes de que
se me olvide. Lo que te quiero decir con la historia de la brújula, y conozco
otras anécdotas que lo demuestran, es que Albert iba al punto central de un
problema; tenía una intuición, o un don, que lo llevaba al centro de un asunto.
Por eso te digo que el IQ no lo explica todo.
Ambas rieron y
recogieron sus cosas.
Esa noche Alberto se
acostó temprano porque había tenido una intensa jornada de trabajo virtual.
Sofía se quedó en la sala recordando su conversación con Isabel y recordando
muchas cosas.
Al colegio había
llegado una mañana, a la clase de cuarto de primaria, una niña del brazo de su
padre. Era delgaducha y lucía muy tímida, como asustada. Sofía supo después que
era la primera vez que Isabel pisaba un colegio. El padre de la niña, Gerardo
Parra, habló unas palabras con la profesora, besó a su hija y se marchó dejando
a la niña a punto de soltar el llanto. La profesora la presentó al grupo dando
algunas explicaciones sobre la recién llegada, y entonces Sofía se dio cuenta
de que Isabel era dos años menor que ella.
La profesora preguntó
a la niña dónde se quería sentar e inmediatamente Sofía alzó la mano pidiendo
que la sentaran a su lado. La profesora preguntó a Isabel y ella dijo que sí.
Se había establecido una fuerte conexión entre las dos niñas, un lazo que se
hizo irrompible con el paso de los años. Ambas eran hijas únicas, de modo que
fue fácil para ellas formar un vínculo de hermanas.
La primaria
transcurrió como si jugaran a que la hermanita mayor cuidaba de su tímida
hermanita menor. Los recuerdos más fuertes estaban en la secundaria y en la
facultad de Medicina. Sofía recordaba con claridad la confianza en sí misma que
se iba desarrollando en Isabel; la fuerte concentración en clase, lo cual le
permitía muchas veces sortear exámenes con solo repasar un poco las notas de
clase; también recordaba la paciencia de su amiga cuando, desde cuarto de
primaria, sentía que las clases no le aportaban nada; y también recordaba el
amor de Isabel por los deportes y las actividades al aire libre, para las
cuales Sofía era un poquitín perezosa.
Ambas se habían hecho
amigas de Amelia Cárdenas, la joven psicóloga del colegio. Un día, cuando ya
estaban en el último año de secundaria, Amelia les preguntó si querían
someterse a una prueba de inteligencia traída de Mensa. Sofía no se mostró
interesada, pero Isabel aceptó. Una tarde las dos chicas fueron al consultorio
de Amelia, quien por las tardes atendía consulta clínica particular. Isabel
realizó la prueba y obtuvo un resultado que asombró a las chicas, no así a
Amelia. La cifra que aparecía era 176. La psicóloga les pidió que no lo dijeran
a nadie, que faltaba algo. Al día siguiente le aplicó otra prueba a Isabel, y
el resultado fue 178. Ahora fue Isabel quien pidió que no se dijera nada, pues
Amelia quería correr a comunicarlo a las directivas del colegio y al padre de
Isabel. Sofía nunca supo cómo logró su amiga convencer a Amelia de guardar
silencio al respecto, y a ella misma la hizo guardar el secreto bajo promesa.
Tampoco llegó a conocer los motivos que pudiera tener su amiga para ocultar al
mundo su cociente de inteligencia, pero intuía que era una razón muy personal.
Isabel era una chica con un ego sano, le gustaba que los hombres la encontraran
atractiva y le agradaba que elogiaran su trabajo o su desempeño en determinada
actividad. Sofía también recordaba que Isabel siguió cultivando la amistad de
Amelia y que se interesaba por temas de psicología, tanto que, cuando ambas
estaban en la universidad, llegó a pensar que la especialización de Isabel
sería en psiquiatría, no en neurología. Pero después comprendió que Isabel
había jugado bien sus cartas, tal vez sin proponérselo. Con el tiempo, Amelia se
había casado con un psiquiatra de prestigio, autor de artículos importantes en
revistas especializadas. Amiga de ambos, Isabel aprendió mucho sobre temas
psiquiátricos y leía libros que ellos le prestaban. Lo mismo había pasado con
la Medicina Interna y los Cuidados Intensivos. Por trabajar en la misma clínica
con Sofía, Isabel había aprendido mucho a su lado, y también devoraba los
libros y artículos que su amiga le prestaba. Sofía recordaba la velocidad de
lectura de su amiga, algo de lo que también se había dado cuenta Amelia en el
colegio. Una vez lo comentaron las tres e Isabel había dicho: “Todo el mundo
tiene su ritmo de lectura, yo no presto atención a eso. Pero las lecturas no
son iguales, ustedes lo saben. No es lo mismo leer una obra literaria que un
tema de filosofía o de física”. Física, filosofía y literatura, ahora recordaba
Sofía, eran pasiones de Isabel, sobre todo la física. Siempre tuvo la sospecha
de que había estudiado medicina por seguir al lado de su hermana mayor. Pero
era una gran doctora, de eso no cabía duda; y también compartía con ella muchos
de sus conocimientos de neurología.
Poco a poco los
pensamientos de Sofía volaron hacia su esposo que dormía, sintió una punzada de
amor profundo y fue a alistarse para acostarse a su lado.
********
Esa misma noche
Isabel recordaba a su amiga. Era clara en su recuerdo la imagen de la niña
gordita, llena de ternura y comprensión, que la acogió en el colegio cuando
llegó a cursar cuarto de primaria. Sofía había cumplido fervorosamente su papel
de hermana mayor desde entonces hasta hoy, y lo seguía cumpliendo. Era una
mujer noble que llevaba su belleza física y espiritual con elegancia y
naturalidad. Se entusiasmaba tanto con las de su amiga que olvidaba que ella
misma poseía una aguda inteligencia y una intuición de tal magnitud que casi
adivinaba la causa de las dolencias de los pacientes con solo mirarlos o
escucharlos un poco, algo que Isabel no poseía. Sofía era la médica perfecta,
estudiosa, consagrada, empática, compasiva y solidaria. También recordaba
Isabel la cálida acogida de Manuel Yepes y Elena Murcia, los padres de Sofía,
en el hogar donde muchas veces pasó tardes y fines de semana. También se
benefició de las clases de piano que Sofía recibía de un músico de la filarmónica.
Algunos años después su padre le compró su propio piano electrónico, con el
cual siguió tomando clases con el mismo profesor.
Isabel recordaba que
Sofía siempre supo qué quería estudiar, mientras que ella misma deambulaba de
un tema a otro. Sofía amaba al ser humano, por eso se esforzó con la biología y
la química, para poder ser admitida en la facultad de Medicina. Su otra gran pasión,
que, aunque pudiera parecer extraño, hundía sus raíces en ese mismo sentimiento
de solidaridad que la caracterizaba, eran las ciencias políticas y sociales.
Tal vez por eso había sido fácil para ella enamorarse de Alberto, quien era
defensor de derechos humanos y amaba a los desvalidos. Isabel sabía que Sofía
era un ser humano de la más alta calidad, en quien se podía confiar plenamente
y cuyos juicios eran acertados y justos.
Cuando tenía solo dos
años Isabel había perdido a su madre en un accidente de tráfico. El recuerdo
era borroso en unos aspectos y claro en otros: el ataúd, el llanto de su padre
y de familiares y amigos en la funeraria eran recuerdos nebulosos; su propia
confusión y tristeza al no ver a su mami cuando la llamaba, la dedicación de su
padre a ella y muchas horas vividas con él eran recuerdos cristalinos. Su
padre, con quien seguía viviendo y quien ahora tenía 54 años, era profesor
universitario de física y matemáticas. Se hizo cargo de su hija con una
devoción que superaba cualquier límite. Isabel era una chiquilla enfermiza; el
asma y unos miedos irracionales habían hecho presa de ella después de la muerte
de su madre. Gerardo no sabía qué hacer, pues ella no se quedaba con nadie que
no fuera él, entonces optó por llevarla a todas partes consigo. En la
universidad todo el mundo se acostumbró a la presencia de la chiquilla:
estudiantes, profesores, empleados. Durante las clases que impartía su padre se
quedaba calladita en una silla mirándolo y escuchándolo. Como no tenía idea de
qué hacer para educarla, él le compraba libros ilustrados con imágenes y la
sentaba en sus piernas para leerle. No le enseñó a deletrear sino que le
mostraba palabras completas que ella iba recordando. Isabel estaba segura de
que ese método singular fue la causa de su lectura rápida. Fácilmente pasó de
leer palabras a leer frases, y de leer frases a leer párrafos enteros. De igual
forma, su padre le fue enseñando matemáticas básicas y le contaba historias
para entretenerla; al final, terminó compartiendo con su hija sus propias
inquietudes sobre diversos temas. Poco a poco, a medida que la chiquilla crecía
e iba superando los problemas de salud, él comenzó a plantearle la importancia
de ingresar a un colegio; lo hizo con mucha habilidad y ternura hasta lograr
convencerla. Su padre era amigo de la rectora del colegio al que por fin
ingresó Isabel. La niña fue sometida a una cuidadosa evaluación por parte del
cuerpo docente. Al principio hubo gran confusión porque la niña estaba
asombrosamente adelantada para su edad en varios temas y muy retrasada en
otros; consideraron dejarla en quinto de primaria, pero lo pensaron mejor y,
con la aprobación de Gerardo, la dejaron en cuarto. Años después, cuando Isabel
compartió bajo promesa el secreto de su IQ con Sofía y Amelia, sufrió el dilema
personal de sentir que no era justo dejar a su padre por fuera. Su buena
estrella vino en su ayuda una tarde en que su padre encontró casualmente el
resultado de la prueba de Mensa cuando fue a buscar un libro en el cuarto de
Isabel. Esa misma tarde hablaron, él lo tomó con la tranquilidad que lo
caracterizaba. Sin embargo, le dijo: “Solo quiero saber por qué no quieres que
se sepa”, a lo cual ella contestó: “Papá, en el lapso entre la primera prueba y
la segunda de las dos que me hizo Amelia, leí sobre el tema y comprendí que se
trataba de un enorme compromiso como ser humano. No quiero para mí hablar
veinte idiomas y graduarme en siete carreras. Lo que me pregunto es cuál es mi
propósito en la vida, qué puedo hacer por la humanidad desde mi campo de
acción”. Recordaba ahora el abrazo, el beso y el silencio tranquilo de su
padre, quien siguió tratándola con la misma ternura de siempre.
III
–Isa, después de
nuestra última reunión me acordé de Amelia y de su esposo, ¿cómo es que se llama
él?
–Luis Falcón.
–Ese. Está volando
alto el hombre, ¿no? ¿Los has visto recientemente?
–No, desde hace rato
no, por la pandemia, tú sabes, y por trabajo. Hace poco le publicaron un
artículo en International Journal of Psychoanalysis. Se llama en español
Errores en la Diagnosis de Esquizofrenia Hebefrénica y Esquizofrenia
Catatónica.
–Upa, suena
interesante. ¿Tuviste que ver con la traducción?
–No, no lo he leído.
No sé quién le hizo la traducción. Él me contó por whatsapp y me lo envió al
correo. ¿Te interesa?
–Sí, envíamelo. Pero,
discúlpame, voy al baño.
Mientras estaba en el
baño, Sofía recordó otra de las facetas de Isabel: su gusto por los idiomas.
Cuando regresó a la salita dijo:
–Hablas cuatro
idiomas, contando el español, ¿verdad jovencita?
–Sí, ¿por qué?
–¿Por qué no
seguiste? Con esa habilidad… [interrupción].
–Dime para qué. El
alemán y el francés solo me han servido cuando hemos ido a congresos y eventos
en Alemania y Francia. Y solo en la calle. Porque todos los congresos son en
inglés, idioma que tú también manejas. La verdad es que tengo que inventarme
conversaciones conmigo misma en alemán y en francés para mantenerlos vivos. Y
mi papá a veces me sorprende con películas y libros en ambos
idiomas.
–[Risas]. Bueno,
estábamos en lo de la brújula de tu pequeño Albert, pero yo te interrumpí
cuando dijiste: “nuestros sentidos nos engañan”. ¿Cómo es eso?
–Mmm… Tenemos
una percepción del tiempo como algo lineal, que empezó en un comienzo que no
fue comienzo y que terminará en un final que no es final. Y al espacio lo
percibimos también como algo infinito, sin límites.
–¿Y ahora qué me vas
a decir?
–Justamente eso que
estás pensando. Tanto el tiempo como el espacio son una ilusión. Obviamente,
por alguna razón, son una ilusión necesaria en el plano en que vivimos.
–¿Y si son una
ilusión, entonces cómo es la realidad?
–Buena pregunta. Aquí
no podemos saberlo, pero te diré las pistas que he ido encontrando.
–Espera, creo que nos
llaman de Urgencias –exclamó Sofía. Ambas se apresuraron.
********
–¿Por dónde íbamos?
–Preguntó Isabel.
–El tiempo y el
espacio.
–Bueno, es el asunto
del tiempo y el espacio. Y el asunto de Albert Einstein, que fue quien empezó a
poner orden en mi caos mental cuando, ya después de la secundaria, me puse a
estudiar en serio su teoría de la relatividad.
–Desde la antigüedad
hasta el siglo XX… ¿a nadie se le ocurrió antes que a él?
–Es una excelente
pregunta, Sofy. Tú sabes que en la ciencia todo se va dando paulatinamente, y,
cuando el suelo está abonado, nace lo que tiene que nacer.
–Es cierto, somos un
colectivo, no navegamos solos; en toda teoría o hallazgo científico hay varias
mentes incluidas, directa o indirectamente. Pero, ¿la idea de la relatividad
como la concibió Albert Einstein es solo suya?
–Sí y no. Hendrik
Lorentz y Henri Poincaré son precursores. Alguien ha dicho que si Poincaré se
hubiera atrevido a desafiar al positivismo y dogmatismo cientificista del siglo
XIX habría dado con la teoría de la relatividad. Las ideas estaban ahí y mi
Albert las recogió de una manera genial. Empezaba el siglo XX, no fue fácil,
encontró resistencia en algunos sectores conservadores y escépticos. Pero, como
sabes, en la ciencia la razón la tiene quien la tiene.
–¡Bravo! Pero muchas
veces es difícil establecer la verdad. Tú sabes que hay terquedades,
manipulaciones… bueno, continúa.
–Veamos. Cuando ya
Albert había terminado la secundaria se aficionó a leer temas filosóficos y
literarios. En sus lecturas estaban Shakespeare, George Bernard Shaw,
Schopenhauer, Spinoza, Nietzsche, entre otros, pero particularmente le tomó un
gran gusto a Kant. Leyó más de una vez La Crítica de la Razón Pura. Kant
mediaba entre el racionalismo de Descartes y el empirismo de Hume. Y hubo algo
de lo que Kant escribió que impactó notablemente a Albert Einstein, va más o
menos así: “lo que vemos y percibimos está moldeado por el tiempo y el
espacio”. Esto impactó a Albert y lo marcó, a pesar de que el tiempo y el
espacio a los que aludía Kant eran los absolutos de la física clásica. Pues
bien, el pensamiento kantiano ayudó a estructurar el método de trabajo del gran
Einstein. Volvamos un poco atrás en su vida: desde cuando era un adolescente,
Albert se preguntaba qué pasaría si alguien pudiera viajar en un rayo de luz.
Qué pasaría si se pudiera viajar a la velocidad de la luz.
–Interesante.
–Sí. Solo unos pocos
años antes los experimentos de Michelson y Morley proporcionaron la cifra
exacta, que en realidad es un poco menor, pero fue aproximada a 300.000
kilómetros por segundo. Y no solo se estableció el dato de la velocidad de la
luz sino su valor constante en cualquier dirección en el vacío. Pero no te voy
a hablar del trabajo de esos señores porque no interesa ahora. Lo importante es
que demostraron lo que dijeron.
–Está bien, pero…
¿cómo podrías mostrarme eso de que la velocidad de la luz es constante, sin
entrar en detalles técnicos?
–Bien, lo intentaré.
Vamos en desorden hacia donde quiero ir, pero no importa. Tratemos de que los
vacíos y dudas vayan quedando consignados en Asuntos Pendientes.
–Vale.
–Veamos, imagina que
vas de pie en el pasillo del vagón trasero de un tren que viaja en línea recta
a 100 kilómetros por hora. Las puertas de comunicación de los cuatro vagones
del tren están abiertas.
–Ajá.
–Y entonces corres
hacia la locomotora… [interrupción].
–Dios me libre
[risas].
–[Risas]. Bueno,
señorita, es en serio. A correr.
–Listo, ya estoy
corriendo –Sofía movía los brazos como si corriera.
–Eres tan veloz como
el campeón mundial –dijo Isabel guiñando un ojo con picardía–. Digamos que vas
a 45 kilómetros por hora. Ahora, ¿cuál es la velocidad real que llevas?
–45 míos más 100 del
tren, ¿no?
–Exacto. Vas
realmente a 145 kilómetros por hora porque ambas velocidades se suman al ir en
la misma dirección. Ahora bien, estás de nuevo en el vagón trasero del
tren y sacas de tu bolso una linterna. Proyectas al frente un rayo de luz de tu
linterna. Ya sabemos cuál es la velocidad de la luz y sabemos que el tren se
desplaza a 100 kilómetros por hora. ¿Cuál es la velocidad que lleva el rayo de
luz que has proyectado?
Sofía miró fijamente
a su amiga y, poniéndose la mano en la frente en un gesto de asombro, dijo:
–Upa.
–Exactamente. No hay
suma. La velocidad de la luz es la misma, con el tren en reposo o en
movimiento. Y en cualquier dirección.
–Déjame con eso por
ahora. ¿Qué escribo?
–El misterio del
tiempo.
IV
Había pasado más de
una semana sin que Isabel y Sofía pudieran reunirse. Fue un miércoles a las
cinco de la tarde cuando se sentaron de nuevo en la salita de conferencias.
–El misterio del
tiempo –dijo Sofía–, me has hablado de tu conflicto con la división del tiempo
en pasado, presente y futuro, o más concretamente, con el tiempo lineal…
[interrupción].
–Exacto. Pasé malos
ratos pensando en el misterio del tiempo. Estudiando la teoría de la
relatividad y leyendo sobre la vida de mi Albert encontré que él varias veces
dijo que el tiempo era una ilusión muy persistente. Pero yo ya lo sabía de
alguna manera, o lo había intuido. Ahora escucha, si todo desapareciera,
nuestro planeta, el sistema solar, las galaxias, todo, ¿qué crees que pasaría
con el tiempo y el espacio?
Sofía miraba a su
amiga entre asombrada y divertida. Dijo:
–Creo que todo el
mundo piensa que, si eso llegare a ocurrir, el tiempo seguiría corriendo y el
espacio seguiría ahí, sin ser ocupado, pero… [interrupción].
–Yo sé lo que todo el
mundo piensa, quiero saber qué crees tú.
–Creo que pensaba
como todo el mundo.
–[Risas]. Ya no,
¿cierto? El tiempo y el espacio desaparecerían junto con todo.
–Tu percepción
personal de cómo debe ser en realidad el asunto del tiempo tiene que ver como
con una especie de tela o algo así, que está frente a ti y que puedes mirar en
conjunto, como un todo, ¿cierto?
–Esa es mi Sofy.
¿Quién como tú? –, dijo Isabel mirando a su amiga con ternura–. Por supuesto,
tiene que ver con la simultaneidad, con un presente continuo o un presente
eterno, no sé cómo expresarlo bien.
–Creo que lo expresas
bien, ya le voy cogiendo el hilo y me doy cuenta de que no es fácil. Pero
necesito más información.
–Con frecuencia,
cuando se intenta explicar la teoría de la relatividad, de una manera que todos
puedan entender, se usa mucho el ejemplo de lo que se ha llamado el Tren de
Einstein.
Sofía esperaba en
silencio. Isabel continuó:
–Imaginemos que
viajas en el Tren de Einstein, que se desplaza a la velocidad de 240.000
kilómetros por segundo.
–Se acerca a la
velocidad de la luz.
–Sí –dijo Isabel, que
se había puesto de pie y escribía en la pizarra–. Vas en ese tren y te
desplazas en línea recta desde la estación A hacia la estación B. La distancia
entre las dos estaciones es de 864.000.000 kilómetros. Como el Tren de Einstein
viaja a 240.000 kilómetros por segundo, entonces demoras 3.600 segundos en
desplazarte de A hasta B; es decir, una hora.
En la pizarra
aparecía la sencilla operación de dividir 864.000.000 entre 240.000, e Isabel
apuntaba con el marcador a su amiga diciendo:
– En ambas estaciones
hay relojes que están sincronizados. Has salido a las nueve en punto de A,
según el reloj de la estación y según tu propio reloj, que es nuevo y funciona
perfectamente. Pues bien, al llegar a B, el reloj de la estación marca las diez
en punto; pero el tuyo marca apenas un poco más de las nueve y treinta. ¿Cuál
de los dos relojes dice la verdad? Ambos. Tu reloj no se ha retrasado y el de
la estación no se ha adelantado.
–Asombroso.
–Y fascinante. Esto
demuestra la relatividad del tiempo de forma irrefutable. Y ya se han hecho
comprobaciones en laboratorio. En el cine hay películas en las que aparecen
viajeros de la tierra viajando en naves espaciales que van a la velocidad del
Tren de Einstein o a otra velocidad cercana a la de la luz; y, por decirlo así,
han viajado dos meses según sus propios relojes y calendarios, pero al regresar
a la Tierra encuentran que en nuestro planeta han transcurrido 200 años, o algo
así. Es ficción, como lo es tu viaje en el Tren de Einstein, pero, si fuera
posible ese viaje, se cumpliría lo que te acabo de decir, que es algo que
postula la relatividad.
–¿Y puede ser posible
en un futuro no lejano viajar a la velocidad de la luz o a velocidades
cercanas?
–Sofy, yo no sé si en
100, o 200, o 500 años, se derrumbe el edificio de estos conceptos científicos,
pero los conocimientos actuales, con comprobaciones incluidas, arrojan unos
resultados impactantes. Por ejemplo, que un vehículo viaje a la velocidad de la
luz o, peor aún, que la supere, supone una serie de fenómenos desconcertantes.
–Has dicho “peor
aún”… [interrupción].
–Si un vehículo
viajara hacia el espacio, acelerando su velocidad para alcanzar la velocidad de
la luz, la masa del vehículo crecería indefinidamente; al alcanzar y superar la
velocidad de la luz, la masa sería mayor que el infinito, lo cual es un
sinsentido. Pero hay otros absurdos: a medida que el vehículo acelera para
acercarse a la velocidad de la luz, como la masa va creciendo desmesuradamente,
la aceleración se hará muy difícil para el vehículo porque la enorme masa será
un portentoso obstáculo, por lo cual se necesitará también una exageradísima
cantidad de energía para lograr la aceleración.
–Aterrador.
Isabel caminó hacia
la pizarra y escribió la fórmula E=mc2 al tiempo que decía:
–Esta es la famosa
ecuación de Einstein que todo el mundo conoce y que casi nadie entiende
[risas]. Tiene que ver con todo esto. E es energía, m es masa y c
es la velocidad de la luz. Energía es igual a la masa por la velocidad de la
luz al cuadrado. En realidad, esta fórmula es incompleta, solo funciona para
masas inerciales, pero fue la que sirvió para la construcción de la bomba
atómica. Pero, espera, me he desviado del tema. En todo caso, esto de la bomba
es una de las mayores contradicciones y una desgracia en la vida de un ser
humano tan puro como mi Albert, aunque no fue él quien la construyó, pero eso
es harina de otro costal. Quiero hablarte un día sobre la vida de mi Albert,
anótalo en Asuntos Pendientes.
–Bien, de todas
maneras, tengo que preguntarte: ¿si fuera posible alcanzar la velocidad de la
luz qué pasaría?
–Si se pudiera
alcanzar la velocidad de la luz, el tiempo sería algo parecido a un plano en
donde todo sería simultáneo.
–Ah, el tiempo
simultáneo. Ahí lo tienes.
–¿No te parece
encantador? ¿No te parece curioso que las personas que están metidas en temas
espirituales hablen de la Luz con mayúscula? Bella coincidencia. La Luz como la
perfección.
–Bien, ¿y si el
vehículo pudiera superar la velocidad de la luz empezaría entonces la película
del túnel del tiempo?
–[Risas], algo así.
Veríamos los efectos antes que las causas. Las paradojas estarían a la orden
del día. Algunos estudiantes del profesor Einstein cantaban una cancioncilla
cuya letra decía algo como: “La señorita Bright era más ágil que la luz, un día
salió a pasear y regresó la noche anterior”.
Ambas rieron. Pasado
un momento Sofía dijo:
–Mencionaste la Luz,
con mayúscula, refiriéndote a la espiritualidad.
–Claro.
–¿Qué papel crees que
juega la religión en lo que planteas?
–La religión se ha
equivocado muchas veces y sigue equivocándose, pero no exactamente la religión
como tal sino las personas religiosas. Corrijo: muchas personas religiosas, no
todas.
–¿Te refieres a cosas
como el fanatismo, la intolerancia, el adoctrinamiento…? [Interrupción]
–Esas son cosas
susceptibles de ser corregidas; la inquisición, el mal rollo…a medida que el
ser humano aprende y evoluciona esas páginas pueden superarse. La persona
religiosa se equivoca gravemente cuando lleva la linealidad del tiempo al plano
espiritual. Por ejemplo, una expresión como “Fulano debe de estar ardiendo en
el Infierno” es un error monumental por donde se le mire.
–Mmm, está bien, ahí
voy, ahí voy. ¿Y los ateos?
–Los considero
supersticiosos, querida. Al menos la persona religiosa, si tiene una espiritualidad
genuina, sabe o intuye que hay algo que nos trasciende, que la verdadera
comprensión no se encuentra en este plano; pero el ateo, como no cree que haya
nada que nos trascienda, cree en la linealidad del tiempo y en la infinitud del
espacio, que es lo que sus sentidos le ofrecen. Además, muchos de ellos creen
en otra superstición.
–¿Cuál?
–Le creen más a la
materia que a la energía.
–A estas alturas ya
nada debería sorprenderme en nuestra conversación, pero, explícame eso.
–Recordemos un poco
de química.
–Vale.
–¿En las conexiones
de los átomos al formar moléculas hay distancias?
–Por supuesto.
–¿Y qué hay en el
interior del átomo?
–Ya sé para dónde
vas. En el interior de un átomo, entre los electrones que giran y los protones
y neutrones que forman el núcleo hay distancias enormes. Espacio vacío, que es…
[interrupción].
–Perfecto. Espacio
vacío es casi todo lo que hay. Y aún dentro de esas partículas hay otras
partículas. En todo caso, ¿esas partículas subatómicas qué son en realidad?
–Son flujos de
energía. Por lo tanto, ¿dónde está la materia que defienden los materialistas
si lo que existe en realidad son distintas formas de organización de la
energía? Es lo que planteas, ¿no?
–Lo has dicho muy
bien.
–Listo. Pero te
recuerdo que recientemente Stephen Hawking prácticamente se declaró ateo.
–Yo no diría que se
declaró ateo. Más bien no creía en el dios antropomórfico de nuestras
religiones. Cuando escribió Historia del Tiempo alguien le preguntó que por qué
no mencionaba a Dios en su libro, él respondió que Dios estaba en todas las
páginas del libro. En su libro él contó una anécdota lindísima: se le preguntó
a San Agustín qué hacía Dios antes de la creación del universo. San Agustín
respondió que el tiempo era una cualidad intrínseca del universo, por tanto, no
existía antes de la Creación. Fíjate en la profundidad del pensamiento de San
Agustín. Nació a mediados del siglo IV y murió en la primera mitad del siglo V.
¿Qué herramientas científicas tenía para expresar ese pensamiento genial? Era
un iluminado. Volviendo a Stephen Hawking, he leído que él afirmó que no podía
haber Dios porque este habría necesitado que existiera el tiempo para crear el
universo. Allí hay una grave inconsistencia con lo que él contó de San Agustín
y con lo que postula la teoría de la relatividad, que Hawking acogió y
aplaudió. De todas maneras, como ya sabes, un individuo se compone de varios
factores: inteligencia, personalidad, carácter, temperamento. Y la misma
inteligencia, según ya se sabe, es de varios tipos, incluyendo la inteligencia
emocional. Mientras que Einstein tenía tendencia a la espiritualidad, muy
personal por cierto, Hawking puede haber tenido tendencia al escepticismo;
estamos hablando de características de la personalidad.
–¿Y el trabajo
científico de Hawking está relacionado con el de Einstein?
–Mucho. Ambos eran
cosmólogos, físicos teóricos. Stephen Hawking relacionó la física cuántica con
la teoría de la relatividad e hizo un trabajo muy importante sobre los agujeros
negros, pero ese es otro rollo. Te quería comentar, volviendo un poquito atrás,
que no hace mucho vi una película, La Reina del Desierto, con la actuación de
Nicole Kidman; mucha poesía persa y árabe y una música preciosa. Hay una escena
en la cual un musulmán dice: “El Paraíso no tiene tiempo ni edad”. Eso es tener
las cosas claras, digo yo.
V
La última reunión
había sido un mes antes. Sofía dijo:
–He estado leyendo
cosas por ahí y por acá, te pregunto: ¿algún autor en especial se ha inquietado
por este tema desde otro ángulo, desde la filosofía o la literatura? Encuentro
que en Borges es recurrente el tema del tiempo. Habla del tiempo circular, y también
se inquieta con los espejos, la multiplicación infinita de una imagen. Parece
un conflicto semejante al tuyo con el espacio-tiempo.
–En efecto, el hombre
intuía algo del misterio del espacio-tiempo. Pero sospecho que Cortázar se
pilló algo. Hay un par de cosas realmente fascinantes en su obra. ¿Leíste el
cuento El Perseguidor?
–Sí, claro, Johnny
Parker, el saxofonista genial y medio loco.
–Que en realidad
representa a Charlie Parker, el famoso músico de jazz. Cortázar pone en Johnny
Parker inquietudes que son suyas. Johnny tiene un conflicto tremendo con el
espacio-tiempo, más con el tiempo, con el cual se reconcilia solo cuando toca…
[interrupción].
–¿Te pasa lo mismo
cuando tocas el piano o cuando escuchas música?
–Creo que sí.
Recuerda que la música es un arte que se expresa en el tiempo, necesita del
tiempo; algo que no ocurre con la pintura, la escultura…que se manifiestan en
lo espacial. Ahora que has mencionado a Borges, él se refirió a la música una
vez como “esa extraña forma del tiempo”, y el escritor Otto Ricardo se refiere
al tiempo diciendo que es espacio en movimiento. Ambos han sentido en su alma
que lo que percibimos como el paso del tiempo encierra un misterio no resuelto
por nuestros sentidos. Pero, volviendo al cuento de Cortázar, en una ocasión
Johnny Parker entró en éxtasis en un estudio de grabación mientras improvisaba
en el saxofón. Sintió que estaba cerca de trascender el tiempo y comprender
todo. Y en otra ocasión, viajando en un tren, se quedó dormido y soñó una
cantidad de cosas; pero, cuando despertó y miró el reloj, vio que solo había
transcurrido un minuto o algo así. Fíjate, eso es verdad, en nuestros sueños el
tiempo transcurre de una manera distinta que en nuestra vigilia.
–Sí, ya recuerdo eso.
Cuando lo leí creo que me fijé en otros detalles: el drama que Johnny vivía por
la muerte de su niña.
–Ajá, sí. Tiene otro
cuento: La Noche Boca Arriba. ¿Lo recuerdas?
–No lo he leído.
Cuéntame.
–Un hombre va por una
avenida de una gran ciudad conduciendo su moto. Sufre un accidente y lo llevan
a una clínica, siempre boca arriba. Es operado y está cómodo en una cama, boca
arriba. Se queda dormido y sueña que es un guerrero de una tribu enemiga de los
aztecas y es perseguido por estos en una jungla. Cuando despierta, su compañero
de habitación le dice que ha tenido pesadillas y que casi se cae de la cama.
Vuelve a dormirse y en el sueño continúa la persecución, él huye
desesperadamente y se aferra a un amuleto. Los aztecas llegan y él mata a uno
de ellos, pero los otros lo capturan. Vuelve a despertar y, de nuevo, su
compañero de habitación le dice que ha gritado, o que se ha movido. Cuando
piensa en el accidente lo relaciona con un hueco que ha durado una eternidad.
Vuelve a quedarse dormido y el sueño continúa, lo llevan boca arriba a la
piedra de sacrificios, donde lo espera un sacerdote con un puñal para
arrancarle el corazón. Vuelve a despertar y se siente aliviado al sentir que
todo ha sido un sueño, pero al volver a dormirse ya está en la piedra de
sacrificios, boca arriba, y entonces comprende que el accidente y la clínica
habían sido un sueño.
–Dios mío. Tremendo
Cortázar, ¿no? ¿Cómo interpretas el cuento?
–Como ningún crítico
lo interpretaría. Creo que conozco esas inquietudes de Julio Cortázar respecto
al espacio-tiempo. No sé si él lo sabía científicamente, tal vez sí, tal vez
no; en todo caso, tenía ante sí el plano del tiempo simultáneo y por eso no
tenía inconveniente en moverse… [interrupción].
–¿Boca arriba por ese
plano de tiempo simultáneo?
Ambas rieron a
carcajadas. De pronto Sofía dijo:
–El guerrero pudo ver
una escena del futuro… [interrupción].
–O tal vez la
recordó.
–No me friegues –dijo
Sofía, mirando a su amiga que se había quedado pensativa.
********
Esa noche en su casa,
Isabel conversó hasta tarde con su padre. Hacía años habían hablado del tema y
ahora lo recordaron; Isabel le contó de sus conversaciones con Sofía. Gerardo
pensó que esas inquietudes tal vez habían tenido su origen en los temas de
física que había compartido con su hija desde cuando ella era una niña o en las
lecturas filosóficas que muchas veces compartieron también. De pronto dijo:
–Creo que tengo un
regalo para ti. Hace poco leí la novela Historia del Invierno, de Mark Helprin.
No sé si quieras leerla, aunque te aseguro que te encantará si lo haces. Pero
lo que quiero que leas especialmente es el capítulo final. No tiene que ver con
la trama, pero tiene que ver con lo que estás discutiendo con Sofía.
–Si tú me la
recomiendas, claro que leeré la novela también.
–Bien, pero empieza
por el capítulo final.
Al día siguiente
Isabel buscó la manera de volver a reunirse con Sofía ese mismo día. Sofía
accedió, aunque con la condición de no demorar porque Alberto la esperaba.
Cuando estuvieron reunidas Isabel dijo:
–Mi padre te mandó
abrazos y besos. Me hizo un regalo anoche, se trata del capítulo final de una
novela que leyó. Te voy a leer un resumen que preparé para ti, espero que lo
discutamos un poquito y después podemos irnos. Estaremos pisando terrenos de la
física cuántica.
–Dile a Gerardo que
lo extraño, que espero visitarlo pronto. Bien, dale.
–“Nada es por azar,
ni nunca lo será –leyó Isabel–. Incluso los electrones, que se supone que son
modelos de lo imprevisible, son graciosas y dóciles criaturas que se desplazan
a la velocidad de la luz hacia los sitios en donde deben estar y siempre hacen
lo que se les ordena, y sobre esto no existe ninguna duda.
Si nada es por azar y
todo se encuentra predeterminado, ¿cómo se entiende la existencia del libre
albedrío? La respuesta es muy sencilla: nada está predeterminado, todo está
determinado o lo estuvo, o bien lo estará. La ausencia del prefijo muestra que
el libre albedrío está intacto. Todo sucede a la vez, en un preciso instante, y
sin el invento del tiempo no podríamos comprender con una única ojeada el
enorme y detallado lienzo que nos han regalado. Y, en consecuencia, lo
examinamos linealmente, trozo a trozo. El tiempo, sin embargo, puede llegar a
superarse si lo contemplamos desde cierta distancia. El universo está completo
y es de una belleza exquisita. Todo lo que fue, lo sigue siendo y lo será, a
pesar de las múltiples combinaciones que ocurren, muchas de ellas dadas por el
uso del libre albedrío. Todo elemento se halla conectado a todos los demás,
todos los ríos van al mar, los que se pierden son redimidos, los muertos
vuelven a la vida y, cuando el tiempo deja de importar, entonces la justicia
hace acto de presencia, no como algo que va a ser sino como algo que ya es”.
Amiga, en conclusión, el tiempo, la materia, la muerte, son ilusiones
necesarias en nuestra experiencia en este plano. Solo que la palabra plano
tiene connotaciones espaciales, y el asunto no es espacial sino
espiritual.
Sofía estaba arrobada
y guardaba silencio. Isabel le entregó la hoja del resumen y le pidió que la
leyera ella misma una vez más. Así lo hizo Sofía, y al final de su lectura
dijo:
–Qué belleza. Isa,
siento que estoy metida en tu película y creo que he logrado comprender.
–¿De veras?, entonces
tengo que aplicarte un dicho muy popular entre los estudiosos de la física
cuántica.
–¿Cuál?
–“Si has entendido
todo es que no has entendido nada”.
Las dos amigas se
miraron un instante en silencio y de pronto prorrumpieron en carcajadas.
FIN
RODOLFO BADEL
TRONCOSO, noviembre 15 de 2020.