viernes, 5 de abril de 2019

“La casa de la esquina”, por Tony Lemaitre




Aquella señorial casona, misteriosa, tenía cautiva mi curiosidad. Cobijada bajo la sombra de las murallas, con lagrimones de ocres desteñidos en sus paredes y balcones ruinosos en blancos cenicientos, decían que era habitada por bellas doncellas escondidas tras sus rejas de óxido natural.

Una noche, en mi afán por descubrir algo insólito, me planté enfrente de la casa y guíe mis pasos sigilosamente hacia una ventana oculta entre los matorrales de un jardín de oloroso pasado, temí que me delatara el redoble del corazón y coloqué mi mano derecha sobre el pecho, como si quisiera ahogar los latidos. Dentro, tras el ventanal, se oían tangos, cuchicheos y el chirriar de goznes oxidados. Todo presagiaba que de un momento a otro aparecería alguna de las vírgenes tras el alféizar de la ventana.

La respiración se me paralizó, la adrenalina subía en espiral, y esperé, esperé, perdí la noción del tiempo, todo quedó en silencio, las luces se apagaron, sólo se oía la chicharra y las olas del mar reventando contra el malecón en el patio trasero.

Ninguna ventana se abrió y me dormí arrullado por la salada brisa del mar. Sentí frío y oí que me llamaban.

– Niño, niño, despierta.

Abrí los ojos, no sabía dónde estaba, recordé y me asusté, miré a la oronda negra de dulce mirada y sonriendo me dijo:

– Tu detino eta aquí, anda, levátate y vete, que ya e de día –me sonó raro pero obedecí. Marché triste, cansado y asustado.

Hablaría con Eusebio, mi amigo del alma, para decirle que nada de lo que me había contado era verdad. Lo conocía de siempre, habíamos sido vecinos muchos años; cuando llegó la hora del colegio fuimos a distintos y cuando cambió de barrio continuamos nuestra amistad. Era fantasioso, leal y lleno de imaginación, te defendía siempre, nunca te dejaba en la estacada.

Por la mañana, busqué a Eusebio y no lo encontré; apareció sin avisar, como siempre. Iba a recriminarle cuando levantó la mano derecha y colocando el dedo índice sobre los labios en señal de silencio me dijo:

– No son cinco vírgenes, son ocho –mis ojos se despepitaron. Y añadió: En la casa de enfrente viven tres más y tan lindas como las otras; todo esto es secreto y no se lo puedes decir a nadie, lo comparto contigo porque eres mi amigo, y además, hay una de ellas, la que a mí me gusta, la de los ojos verdes, que es tema prohibido. Quiero que me acompañes y la veas, tiene los ojos como cascarilla de limón, los más lindos que he visto en mi vida.

Seguimos hablando de la amistad y me dijo que su abuelo le había dicho un día: “Nunca cambies un amigo por una mujer”. Y él lo creía así. No entendí muy bien la relación y pensé que nunca llegaría el caso. Me prometió que a la tarde siguiente me acompañaría a la misteriosa casa y veríamos a las bellas ninfas.

Por fin, aquel atardecer, descubrí a Lucía. Llegamos sobre las seis de la tarde, las sombras alargadas de las palmeras nos acogieron en su regazo, y nos sentamos en el pretil de la acera con la mirada fija en los balcones a esperar que alguien se asomara. Durante un rato nos acompañó el silencio, sólo se oía el ruido que hacía la punta del palito de madera al rascar la fina capa de arena que cubría el cemento de la calle, donde nos entreteníamos en grabar nuestros nombres.

Los ventanales, que habían permanecido cerrados para impedir la entrada del calor, ahora empezaban a abrirse en busca de la corriente de aire fresco del crepúsculo. El ruido de las bisagras de un postigo y la vislumbre de una silueta tras el mosquitero metálico nos levantaron de un salto, vimos una hermosa mano que nos hizo señas y nos quedamos petrificados, sin aliento. Eusebio me miró y asintió con la cabeza apretando los labios, no habló, pero entendí perfectamente.

Nos acercamos tímidamente a la entrada del jardín, la puerta de la casa se abrió y en el dintel apareció Adriana. Iba vestida aún con el uniforme del colegio: corpiño blanco y falda a rayas, blancas y azul celeste, todo en fina tela de algodón. Cuando la brisa soplaba y pegaba el vestido contra la línea de los muslos se insinuaban las incipientes redondeces del cuerpo todavía infantil. Era esbelta, y el cabello de color de barbas de maíz, claro y liso, recogido en una hermosa cola de caballo, contrastaba con sus profundos ojos caramelo. Su risa era franca y sonora, rio y saludó.

– Me llamo Adriana, ¿y ustedes?

No tuvimos tiempo de contestar. Por el corredor del jardín asomó Eulalia, una morena de ojos negros con una extraña mirada de temor. Era también muy bella y otro estilo al moverse; el gesto de su boca, de risa contenida, presagiaba algo muy escondido en lo más profundo de su ser.

Adriana presentó a su prima Eulalia, que no hizo ningún comentario, seguía silenciosa y nos miraba de soslayo con un mohín de intriga de su preciosa nariz respingona. Adriana, por el contrario, reía y preguntaba todo lo que se le ocurría. Nosotros continuábamos en silencio; toda nuestra decisión se había convertido en timidez, y yo seguía pensando en el misterio que rodeaba toda la casa, y en que aún faltaban más doncellas por conocer.

En esto, oímos una voz que saludaba desde lo alto envuelta en los deliciosos compases de un tango, levanté la cabeza y miré. Eulalia habló por primera vez para decir que la del balcón era su hermana pequeña, Lucía. Cuando volví a mirar había desaparecido, sólo quedaba la estela del verde de sus ojos; entonces sentí un intenso dolor en el pecho y comprendí que el misterio estaba resuelto. A partir de aquel día mis horas se llenaron de Lucía.

Un día, mientras esperaba a mi querer sentado en la paredilla de la casona, apareció de nuevo la oronda negra, llevaba en la cabeza una palangana llena de mangos. Se detuvo delante de mí y giró todo el cuerpo con esa elegancia que sólo ellas son capaces de transmitir; las manos le colgaban a la altura de la cintura, y sin casi despegarlas del tronco las levantó sobre la cabeza, cogió con ambas manos la jofaina y sin mover la cadera la deslizó hacia abajo, se agachó doblando las rodillas pero sin inclinar el cuerpo y la depositó suavemente sobre la acera. Me envolvió en la calidez de su mirada, se llevó la mano derecha a la cabeza y, del rodete que le servía para mantener la palangana, extrajo con mucho cuidado una bolsita de cuero. La abrió con la mayor de las delicadezas y sacó un objeto ovalado del tamaño de una almendra de color café, muy brillante, cogió mi mano derecha y me lo colocó en el cuenco de la palma, cerró mis dedos sobre el objeto y me dijo:

– Niño, niño, ete e tu talismá, la semilla de Guayaco, te va a llevá el miterio, la niña de lo ojo vede te ha robao el corasó, tu detino se ha cumplió y el talismá es pa alejá al que te la vaya a robá, frótala, frótala y el epíritu malo se va alejá.

Me soltó la mano, recogió sus frutas y marchó con una elegante y rítmica oscilación de nalgas.

Al principio no noté la ausencia de Eusebio, pero al cabo del tiempo le eché de menos e intenté acercarme a él. Todo fue inútil: cambió amigos y lugares comunes y hasta de ciudad. Me dio mucha tristeza, intuía la razón, pero me costaba creerlo. Un solo pensamiento tenía: pedirle algún día una explicación.

Muchos años después, celebraba las bodas de plata con Lucía. Ella todavía conservaba su radiante belleza; sus ojos verdes aún sonreían y su cabello no había perdido el brillo, su figura se mantenía ahora más hermosa que nunca, sus proporciones habían aumentado lo necesario y era una real mujer muy atractiva. En celebración fuimos a Buenos Aires; Lucía siempre había amado el tango y tenía un secreto deseo: bailar un tango en Argentina. Y allí nos dirigimos.

El domingo, Lucía me llevó directamente al parque Centenario y en un frondoso rincón una orquestina tocaba melodiosos tangos. En la pequeña plazoleta rodeada de sillas de madera, bellas señoras cincuentonas vestidas con ceñidos trajes negros esperaban con miradas pícaras que algún elegante caballero de fino bigote y engominadas canas las sacara a bailar.

La belleza de Lucía atrajo enseguida al caballero que parecía ser el maestro de ceremonias. Desde atrás, yo miraba atento, disfrutando con la radiante felicidad de la bailarina. El maestro se acercó con pasos marcados por el ritmo, le tendió la mano y se la llevó en volandas. Desde el inicio del baile hubo un acoplamiento perfecto en los pasos, los acordes de “Adiós muchachos” eran seguidos con ritmo matemático por la pareja, y poco a poco se fueron retirando los demás bailarines ante la perfección de los danzantes, dejándolos solos en la pista para deleite del público.

El final fue apoteósico: Lucía giró sobre sí misma y cayó de espaldas sobre las rodillas de su pareja, en un arco perfecto, dejando entrever sus bellas piernas. Los aplausos y los bravos rompieron el silencio.

Se acercaron a mí lentamente, saludando a diestra y siniestra, y pasados unos minutos ya restablecida la calma llegaron. El caballero con su mano derecha sostenía la izquierda de Lucía y me la ofreció dándome las gracias. Al encontrarlo tan cerca algo familiar en él me sorprendió, me estrechó la mano y dijo:

– Eusebio, a la orden.

Me quedé sin habla; no fui capaz de presentarme ni de pedirle la explicación que tanto había deseado.

Se alejó lentamente, luego se giró y me saludó con la mano, en voz alta pronunció mi nombre y añadió:

– ¡Otra vez, como en el tango! “Me toca a mí, hoy emprender la retirada, contra el destino nadie batalla”.

Se perdió en la multitud. Lucía me miró enarcando las cejas y haciendo un mohín con la boca con un aire inequívoco de interrogación y extrañeza. Y sin querer encontré mi mano frotando en el bolsillo izquierdo del pantalón el talismán de guayuco.



Escrito por Tony Lemaitre: “Reminiscencias de la juventud” (Compartido por Tito Lemaitre)




Imagen encontrada en internet:

 




CTF = Considere Todos los Factores

  Hoy, me referiré a una de las herramientas de pensamiento difundidas por Edward de Bono, incluida dentro del curso “CoRT T...