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El amor es un milagro, dicen las canciones. Y es un
milagro porque es nuestro mayor engaño, pero eso no lo dicen. Depende de
diminutos detalles que interpretamos a nuestro acomodo, mentira sobre mentira.
El gesto que nos enamoró, el detalle de recoger un lapicero que se nos cayó, la
palabra que queríamos oír, la canción que nos dedicaron: esos y muchos más
fueron los detalles que quisimos ver como los queríamos ver, porque en ese
momento necesitábamos verlos. Si estábamos vacíos, una mirada llenó ese vacío.
Hubiera podido ser cualquier otra mirada. Sin embargo, fue esa, única,
irrepetible. Así la recordamos, así la multiplicamos, así la coleccionamos. Si
estábamos tristes, una sonrisa nos alegró, y confundimos la sonrisa que
requeríamos, cualquier sonrisa, con una sola sonrisa, esa sonrisa especial que,
creímos, nos salvó.
Nos mentimos, nos engañamos en nombre del amor, porque el fin parece ser el
amor, y la salvación parece ser el amor, aunque no sepamos qué es el amor. Lo
buscamos, desesperados. Lo oímos, lo leemos, lo vemos, lo imaginamos y nos
convencemos de que hay un Amor, un Amor que es absoluto, cuando en realidad hay
miles de millones de amores-amantes, uno por cada persona. Lo concebimos como
ese algo invisible e intangible que más tarde o más temprano nos llegará y nos
trastornará, como si estuviera escrito que así debe ser. Y en un momento nos
ilusionamos con la certeza de que llegará alguien que encarnará ese amor,
alguien con quien compartiremos una vida repleta de ese amor. Todo luz, todo
esplendor, y ni por equivocación pensamos en los momentos oscuros, en el
hastío, en la dependencia, en la desidia que luego, muy luego, vivimos.
Es que no nos han vendido amores reales, pues los amores reales no venden. No
nos han vendido lagañas, obsesiones, ropa sucia ni salsas regadas en el piso.
No nos han vendido celos ni envidias ni desidia ni costumbre. Y si alguna vez
alguien ha preferido hablar de lagañas, lo hemos tildado de amargo. Nos
engañamos. Somos un eterno e infinito engaño multiplicado. Vamos caminando en
busca de eso que llaman amor con una venda en los ojos, y elegimos a otro con
otra venda y nos convertimos en un par de ciegos que comparte ceguera. Nos
engañamos porque no tenemos la valentía de vernos como somos, de aceptarnos
como somos: humanos, demasiado humanos, como decía el filósofo. Nos da pánico
aceptar que somos humanos y cambiantes; cambiantes e, incluso, impredecibles.
Por eso condenamos a quien deja de amar, como si dejar de amar no fuera humano
y lógico, y por eso cargamos al amor con toda la gravedad de la que somos
capaces.
Nos dividimos en lo bueno y lo malo, de acuerdo con antiguos preceptos y
mandamientos y conveniencias, en lugar de aceptar nuestro todo natural, y nos
desbordamos de culpas por amar o por no amar o por olvidar. Y la verdad es que
somos pétalos y espinas, aunque pretendamos amar sólo los pétalos y tratemos de
esconder las espinas. Somos rebaño e individualidad, blanco, negro y gris, un
ejército de voluntades guiado por verdades y absolutos que no hemos querido desentrañar,
y desfilamos tomados de la mano sin saber a dónde vamos. En ese ir, que es en
ese engaño, celebramos días de amor, de amistad, de besos, de renos, de
sanvalentines, para seguirnos engañando. Para negar que estamos y somos solos,
eternamente solos.
Autor: Fernando Araújo Vélez, escritor y periodista.
Artículo: Engañémonos en nombre del amor, publicado en
Facebook.
Bañada de sol se alzaba una vieja mansión solariega, y
era allí donde cierta pata había hecho su nido. Ya era tiempo de sobra para que
naciesen los patitos, pero se demoraban tanto, que la mamá comenzaba a perder
la paciencia, pues casi nadie venía a visitarla.
Al fin los huevos se abrieron uno tras otro. “¡Pip,
pip!”, decían los patitos conforme iban asomando sus cabezas a través
del cascarón.
-¡Oh, qué grande es el mundo! -dijeron
los patitos.
-Bueno, espero que ya estén todos -agregó la
mamá pata, levantándose del nido-. ¡Ah, pero si todavía falta el más
grande! ¿Cuánto tardará aún?
Y fue a sentarse de nuevo en su sitio.
Por fin se rompió el huevo. “¡Pip, pip!”,
dijo el pequeño, volcándose del cascarón. La pata vio lo grande y feo que era,
y exclamó:
-¡Dios mío, qué patito tan enorme! No se parece a
ninguno de los otros.
Al otro día hizo un tiempo maravilloso. El sol
resplandecía en las verdes hojas gigantescas. La mamá pata se acercó al foso
con toda su familia y, ¡plaf!, saltó al agua.
-¡Cuac, cuac! Vamos, vengan conmigo y déjenme enseñarles
el mundo y presentarlos al corral entero. Pero no se separen mucho de mí, no
sea que los pisoteen. -llamaba. Y uno tras otro los patitos se fueron
abalanzando tras ella. Hasta el patito feo y gris nadaba con los otros.
Todos obedecieron, pero los otros patos que estaban
allí los miraron con desprecio y exclamaron en alta voz:
-¡Vaya! ¡Como si ya no fuésemos bastantes! Ahora
tendremos que rozarnos también con esa gentuza. ¡Uf!… ¡Qué patito tan feo! No
podemos soportarlo.
-¡Qué lindos niños tienes, muchacha! -dijo la
vieja pata de la cinta roja-. Todos son muy hermosos, excepto uno, al que le
noto algo raro. Me gustaría que pudieras hacerlo de nuevo.
-Eso ni pensarlo -dijo la mamá de los
patitos-. No es hermoso, pero tiene muy buen carácter y nada tan bien
como los otros. Estuvo dentro del cascarón más de lo necesario, por eso no salió
tan bello como los otros.
Y con el pico le acarició el cuello y le alisó las
plumas.
Pero el pobre patito que había salido el último del
cascarón, y que tan feo les parecía a todos, no recibió más que picotazos,
empujones y burlas, lo mismo de los patos que de las gallinas.
Así pasó el primer día. En los días siguientes, las
cosas fueron de mal en peor. El pobre patito se vio acosado por todos. Incluso
sus hermanos y hermanas lo maltrataban de vez en cuando y le decían:
-¡Ojalá te agarre el gato, grandullón!
Entonces el patito huyó del corral. “¡Es porque
soy tan feo!” pensó el patito, cerrando los ojos.
Y así fue como el patito se marchó. Nadó y se
zambulló; pero ningún ser viviente quería tratarse con él por lo feo que era.
Pronto llegó el otoño. Cierta tarde, mientras el sol
se ponía en un maravilloso crepúsculo, emergió de entre los arbustos una
bandada de grandes y hermosas aves. El patito no había visto nunca unos
animales tan espléndidos. Eran de una blancura resplandeciente, y tenían largos
y esbeltos cuellos. Eran cisnes. A la vez que lanzaban un fantástico grito,
extendieron sus largas, sus magníficas alas, y remontaron el vuelo, alejándose
de aquel frío hacia los lagos abiertos y las tierras cálidas.
¡Cuán frío se presentaba aquel invierno! El patito se
veía forzado a nadar incesantemente para impedir que el agua se congelase en
torno suyo.
Pero sería demasiado cruel describir todas las
miserias y trabajos que el patito tuvo que pasar durante aquel crudo invierno.
Había buscado refugio entre los juncos cuando las alondras comenzaron a cantar
y el sol a calentar de nuevo: llegaba la hermosa primavera.
Entonces, de repente, probó sus alas: el zumbido que
hicieron fue mucho más fuerte que otras veces, y lo arrastraron rápidamente a
lo alto.
Y en eso surgieron frente a él de la espesura tres
hermosos cisnes blancos.
-¡Volaré hasta esas regias aves! -se dijo.
Y así, voló hasta el agua y nadó hacia los hermosos
cisnes. En cuanto lo vieron, se le acercaron con las plumas encrespadas.
-¡Sí, mátenme, mátenme! -gritó la
desventurada criatura, inclinando la cabeza hacia el agua en espera de la
muerte. Pero, ¿qué es lo que vio allí en la límpida corriente? ¡Era un reflejo
de sí mismo, pero no ya el reflejo de un pájaro torpe y gris, no, sino el
reflejo de un cisne!
Poco importa que se nazca en el corral de los patos,
siempre que uno salga de un huevo de cisne.
En el jardín habían entrado unos niños que lanzaban al
agua pedazos de pan y semillas. El más pequeño exclamó:
-¡Ahí va un nuevo cisne!
Y los otros niños corearon con gritos de alegría:
-¡El nuevo es el más hermoso! ¡Qué joven y esbelto es!
Era muy, pero muy feliz, aunque no había en él ni una
pizca de orgullo, pues este no cabe en los corazones bondadosos.
-Jamás soñé que podría haber tanta felicidad, allá en
los tiempos en que era solo un patito feo.
¿Qué moraleja tiene el cuento “El Patito Feo”?
El cuento de El Patito Feo es uno de los cuentos infantiles
de Hans Christian Andersen más educativos, ya que se considera una
metáfora de lo difícil que resulta a veces para los niños la etapa de
crecimiento. Ser diferente a los demás no debe avergonzar a nadie, y mucho
menos a los niños, ya que de eso depende el cómo enfrenten su futuro.
La moraleja de este cuento del patito feo, es que poco
importa nacer en el corral de los patos, siempre que uno salga de un huevo
de cisne, y eso nos trae la esperanza de que el ser diferente puede
redundar en un buen futuro.
Si vuestro hijo está triste porque se siente
diferente, no dejéis nunca de decirle lo especial que es para vosotros y
contadle el cuento de El Patito Feo.