viernes, 1 de diciembre de 2017

Engañémonos en nombre del amor, de Fernando Araújo Vélez





Engañémonos en nombre del amor

El amor es un milagro, dicen las canciones. Y es un milagro porque es nuestro mayor engaño, pero eso no lo dicen. Depende de diminutos detalles que interpretamos a nuestro acomodo, mentira sobre mentira. El gesto que nos enamoró, el detalle de recoger un lapicero que se nos cayó, la palabra que queríamos oír, la canción que nos dedicaron: esos y muchos más fueron los detalles que quisimos ver como los queríamos ver, porque en ese momento necesitábamos verlos. Si estábamos vacíos, una mirada llenó ese vacío. Hubiera podido ser cualquier otra mirada. Sin embargo, fue esa, única, irrepetible. Así la recordamos, así la multiplicamos, así la coleccionamos. Si estábamos tristes, una sonrisa nos alegró, y confundimos la sonrisa que requeríamos, cualquier sonrisa, con una sola sonrisa, esa sonrisa especial que, creímos, nos salvó.

Nos mentimos, nos engañamos en nombre del amor, porque el fin parece ser el amor, y la salvación parece ser el amor, aunque no sepamos qué es el amor. Lo buscamos, desesperados. Lo oímos, lo leemos, lo vemos, lo imaginamos y nos convencemos de que hay un Amor, un Amor que es absoluto, cuando en realidad hay miles de millones de amores-amantes, uno por cada persona. Lo concebimos como ese algo invisible e intangible que más tarde o más temprano nos llegará y nos trastornará, como si estuviera escrito que así debe ser. Y en un momento nos ilusionamos con la certeza de que llegará alguien que encarnará ese amor, alguien con quien compartiremos una vida repleta de ese amor. Todo luz, todo esplendor, y ni por equivocación pensamos en los momentos oscuros, en el hastío, en la dependencia, en la desidia que luego, muy luego, vivimos.

Es que no nos han vendido amores reales, pues los amores reales no venden. No nos han vendido lagañas, obsesiones, ropa sucia ni salsas regadas en el piso. No nos han vendido celos ni envidias ni desidia ni costumbre. Y si alguna vez alguien ha preferido hablar de lagañas, lo hemos tildado de amargo. Nos engañamos. Somos un eterno e infinito engaño multiplicado. Vamos caminando en busca de eso que llaman amor con una venda en los ojos, y elegimos a otro con otra venda y nos convertimos en un par de ciegos que comparte ceguera. Nos engañamos porque no tenemos la valentía de vernos como somos, de aceptarnos como somos: humanos, demasiado humanos, como decía el filósofo. Nos da pánico aceptar que somos humanos y cambiantes; cambiantes e, incluso, impredecibles. Por eso condenamos a quien deja de amar, como si dejar de amar no fuera humano y lógico, y por eso cargamos al amor con toda la gravedad de la que somos capaces.

Nos dividimos en lo bueno y lo malo, de acuerdo con antiguos preceptos y mandamientos y conveniencias, en lugar de aceptar nuestro todo natural, y nos desbordamos de culpas por amar o por no amar o por olvidar. Y la verdad es que somos pétalos y espinas, aunque pretendamos amar sólo los pétalos y tratemos de esconder las espinas. Somos rebaño e individualidad, blanco, negro y gris, un ejército de voluntades guiado por verdades y absolutos que no hemos querido desentrañar, y desfilamos tomados de la mano sin saber a dónde vamos. En ese ir, que es en ese engaño, celebramos días de amor, de amistad, de besos, de renos, de sanvalentines, para seguirnos engañando. Para negar que estamos y somos solos, eternamente solos.


Autor: Fernando Araújo Vélez, escritor y periodista.

Artículo: Engañémonos en nombre del amor, publicado en Facebook.

Video, de “El Caminante”, del periódico El Espectador.







miércoles, 29 de noviembre de 2017

El Patito Feo, de Hans Christian Andersen





Bañada de sol se alzaba una vieja mansión solariega, y era allí donde cierta pata había hecho su nido. Ya era tiempo de sobra para que naciesen los patitos, pero se demoraban tanto, que la mamá comenzaba a perder la paciencia, pues casi nadie venía a visitarla.

Al fin los huevos se abrieron uno tras otro. “¡Pip, pip!”, decían los patitos conforme iban asomando sus cabezas a través del cascarón.





-¡Oh, qué grande es el mundo! -dijeron los patitos.

-Bueno, espero que ya estén todos -agregó la mamá pata, levantándose del nido-. ¡Ah, pero si todavía falta el más grande! ¿Cuánto tardará aún? 

Y fue a sentarse de nuevo en su sitio.

Por fin se rompió el huevo. “¡Pip, pip!”, dijo el pequeño, volcándose del cascarón. La pata vio lo grande y feo que era, y exclamó:

-¡Dios mío, qué patito tan enorme! No se parece a ninguno de los otros.


Al otro día hizo un tiempo maravilloso. El sol resplandecía en las verdes hojas gigantescas. La mamá pata se acercó al foso con toda su familia y, ¡plaf!, saltó al agua.

-¡Cuac, cuac! Vamos, vengan conmigo y déjenme enseñarles el mundo y presentarlos al corral entero. Pero no se separen mucho de mí, no sea que los pisoteen. -llamaba. Y uno tras otro los patitos se fueron abalanzando tras ella. Hasta el patito feo y gris nadaba con los otros.

Todos obedecieron, pero los otros patos que estaban allí los miraron con desprecio y exclamaron en alta voz:
-¡Vaya! ¡Como si ya no fuésemos bastantes! Ahora tendremos que rozarnos también con esa gentuza. ¡Uf!… ¡Qué patito tan feo! No podemos soportarlo.


-¡Qué lindos niños tienes, muchacha! -dijo la vieja pata de la cinta roja-. Todos son muy hermosos, excepto uno, al que le noto algo raro. Me gustaría que pudieras hacerlo de nuevo.

-Eso ni pensarlo -dijo la mamá de los patitos-. No es hermoso, pero tiene muy buen carácter y nada tan bien como los otros. Estuvo dentro del cascarón más de lo necesario, por eso no salió tan bello como los otros.

Y con el pico le acarició el cuello y le alisó las plumas.

Pero el pobre patito que había salido el último del cascarón, y que tan feo les parecía a todos, no recibió más que picotazos, empujones y burlas, lo mismo de los patos que de las gallinas.

Así pasó el primer día. En los días siguientes, las cosas fueron de mal en peor. El pobre patito se vio acosado por todos. Incluso sus hermanos y hermanas lo maltrataban de vez en cuando y le decían:

-¡Ojalá te agarre el gato, grandullón!

Entonces el patito huyó del corral. “¡Es porque soy tan feo!” pensó el patito, cerrando los ojos.


Y así fue como el patito se marchó. Nadó y se zambulló; pero ningún ser viviente quería tratarse con él por lo feo que era.

Pronto llegó el otoño. Cierta tarde, mientras el sol se ponía en un maravilloso crepúsculo, emergió de entre los arbustos una bandada de grandes y hermosas aves. El patito no había visto nunca unos animales tan espléndidos. Eran de una blancura resplandeciente, y tenían largos y esbeltos cuellos. Eran cisnes. A la vez que lanzaban un fantástico grito, extendieron sus largas, sus magníficas alas, y remontaron el vuelo, alejándose de aquel frío hacia los lagos abiertos y las tierras cálidas.



¡Cuán frío se presentaba aquel invierno! El patito se veía forzado a nadar incesantemente para impedir que el agua se congelase en torno suyo.

Pero sería demasiado cruel describir todas las miserias y trabajos que el patito tuvo que pasar durante aquel crudo invierno. Había buscado refugio entre los juncos cuando las alondras comenzaron a cantar y el sol a calentar de nuevo: llegaba la hermosa primavera.

Entonces, de repente, probó sus alas: el zumbido que hicieron fue mucho más fuerte que otras veces, y lo arrastraron rápidamente a lo alto.

Y en eso surgieron frente a él de la espesura tres hermosos cisnes blancos.

-¡Volaré hasta esas regias aves! -se dijo.

Y así, voló hasta el agua y nadó hacia los hermosos cisnes. En cuanto lo vieron, se le acercaron con las plumas encrespadas.

-¡Sí, mátenme, mátenme! -gritó la desventurada criatura, inclinando la cabeza hacia el agua en espera de la muerte. Pero, ¿qué es lo que vio allí en la límpida corriente? ¡Era un reflejo de sí mismo, pero no ya el reflejo de un pájaro torpe y gris, no, sino el reflejo de un cisne!

Poco importa que se nazca en el corral de los patos, siempre que uno salga de un huevo de cisne.

En el jardín habían entrado unos niños que lanzaban al agua pedazos de pan y semillas. El más pequeño exclamó:

-¡Ahí va un nuevo cisne!

Y los otros niños corearon con gritos de alegría:

-¡El nuevo es el más hermoso! ¡Qué joven y esbelto es!
Era muy, pero muy feliz, aunque no había en él ni una pizca de orgullo, pues este no cabe en los corazones bondadosos.

-Jamás soñé que podría haber tanta felicidad, allá en los tiempos en que era solo un patito feo.



¿Qué moraleja tiene el cuento “El Patito Feo”?

El cuento de El Patito Feo es uno de los cuentos infantiles de Hans Christian Andersen más educativos, ya que se considera una metáfora de lo difícil que resulta a veces para los niños la etapa de crecimiento. Ser diferente a los demás no debe avergonzar a nadie, y mucho menos a los niños, ya que de eso depende el cómo enfrenten su futuro.

La moraleja de este cuento del patito feo, es que poco importa nacer en el corral de los patos, siempre que uno salga de un huevo de cisne, y eso nos trae la esperanza de que el ser diferente puede redundar en un buen futuro.

Si vuestro hijo está triste porque se siente diferente, no dejéis nunca de decirle lo especial que es para vosotros y contadle el cuento de El Patito Feo.







El cuento y las imágenes fueron encontradas en:
http://www.pequeocio.com/el-patito-feo-cuentos-infantiles/

También les copio el enlace a otro escrito mío sobre este cuento, cuyo título es: 
El patito feo: Una historia acerca de la búsqueda de la propia identidad
https://undiaconilusion.blogspot.com.es/2017/11/el-patito-feo-una-historia-acerca-de-la.html?spref=fb 









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